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Libros escritos por Sai Baba

5. El gurú y sus discípulos

5. EL GURÚ Y SUS DISCÍPULOS

Los príncipes vivían en la casa del preceptor y lo servían con devoción. Renunciaron a las comodidades del palacio y pasaron privaciones alegremente. Llevaban a cabo los deseos del maestro con humildad y lealtad. Terminaron sus estudios en un período muy corto y se hicieron expertos en las materias que su preceptor les enseñó. Un día, el emperador Dasarata fue con su ministro a la casa del maestro. Se llenó de alegría al verlos recitando los himnos védicos y escuchar los mantras sagrados de sus bocas, claramente, con fluidez, como una cascada de perlas brillantes. Estaba feliz de que sus hijos hubieran aprendido tanto.

Rama se levantó y cayó a los pies de su padre. Al ver esto, los tres hermanos también se acercaron y se postraron ante él. El maestro invitó al emperador y al ministro a que se sentaran en unas sillas cubiertas de piel de venado. Dasarata empezó a conversar con el maestro para saber cuánto habían progresado los niños en sus estudios. Rama le indicó a sus hermanos que no debían oír la plática y abandonó la habitación con el permiso de su gurú, llevando sus libros y diciéndoles a sus hermanos que lo siguieran. Los hermanos seguían a Rama en todo, así que en silencio lo obedecieron. Vasishta y Dasarata advirtieron este incidente y apreciaron la conducta correcta de Rama, su comprensión acerca del giro de la conversación de su maestro y la inmediata reacción de humildad y la manera en que era un ejemplo y un ideal para sus tres hermanos. Estaban felices de que hubiera aprendido tanta disciplina.

Vasishta no se podía contener. Dijo: "¡Maharaja! Tus hijos dominan todas las disciplinas. Rama domina todos los Shastras. No es un mortal ordinario. Tan pronto como empecé a recitar los Vedas, los repetía como si ya los supiera. Sólo aquel que ha inspirado los himnos los puede repetir así, nadie más.

"Los Vedas no son «libros» que él hubiera podido leer con cuidado en sus ratos libres. Han sido transmitidos de maestro a discípulo, a través de la recitación y únicamente oyéndolos. No están disponibles en ninguna parte, excepto del preceptor. Esa es la razón por la cual me refería a ellos como sruti, aquello que es oído. Es el aliento divino mismo el que ha pronunciado los mantras. Hasta este momento no he visto a nadie que los haya dominado como Rama. ¿Pero por qué decir «visto»? ¡Ni siquiera he «oído» de alguien que haya logrado tal hazaña!

'>Te podría hablar de muchos otros logros sobrehumanos de tu hijo, maharaja. Cuando recapacito en mi buena fortuna por tener a estos muchachos como discípulos, siento que es la recompensa al ascetismo que he practicado por tanto tiempo. No necesitan aprender nada más. Ahora deben ser entrenados en el arte del arco y la flecha y destrezas similares propias de los príncipes. Han completado sus estudios conmigo y son capaces en todo lo que yo les puedo enseñar. El día de hoy también es muy auspicioso, llévalos contigo de regreso al palacio'>.

Ante esto, Dasarata, quien había estado afligido desde hacía meses por el dolor de la separación, derramó lágrimas de alegría. No podía contener su dicha. Se volvió hacia su ministro y le pidió que llevara la buena noticia a las reinas para que fueran a la ermita con las ofrendas que los discípulos tienen que dar al preceptor cuando dejan su resguardo. Sumantra se dirigió rápidan lente al palacio y comunicó las buenas nuevas. Arregló las ofrendas y regresó más rápido de lo previsto.

Mientras tanto, los niños fueron empacando sus pertenencias y poniéndolas en el carruaje. Tal como su padre les dijo, adoraron al gurú de acuerdo con el ceremonial prescripto, le dieron los regalos y se postraron a sus pies, pidiéndole permiso para ir a casa.

Vasishta atrajo a los niños hacia sí, los tomó de las manos y les dio unas palmaditas en la cabeza, los bendijo y sin muchas ganas les permitió irse. El dolor de la separación le llenó de lágrimas los ojos. Los acompañó hasta la carroza. Los niños subieron y el carro partió. Los niños se dieron vuelta para ver al gurú y miraron en esa dirección con las palmas unidas durante una larga distancia. El preceptor también se quedó en ese lugar, con las mejillas húmedas por las lágrimas. Dasarata se dio cuenta de este lazo entre el maestro y los discípulos y se sintió muy complacido.

Mientras los niños llegaban al palacio, el gurú entró a su ermita con el corazón apesadumbrado. Donde posaba sus ojos, encontraba oscuridad. Temía que el apego que había desarrollado pudiera llegar a ser un impedimento en su realización, así que decidió sentarse a meditar para poder extinguir las mareas altas de los recuerdos. Pronto pudo vencer la ilusión externa y se fundió en la bienaventuranza interna. Se dio cuenta de que los niños eran encarnaciones del dharma, artha, kama y moksha, las cuatro metas de la vida humana (rectitud, bienestar, esfuerzo y liberación), y de que habían adoptado una forma humana para poder restablecer en la Tierra estos grandes ideales para una vida grata, y esto le dio paz.

Dasarata decidió complementar la educación que los niños habían recibido instruyéndolos en el manejo de las armas, así que llamó a expertos arqueros y a otros maestros para que les enseñaran la ciencia del ataque y la defensa. Pero, ¿quién podría enseñar a estos niños que de por sí ya eran maestros en todos los campos de estudio? Los príncipes sólo estaban "actuando" los papeles de humanos en cuanto al aprendizaje.

¿Quién le puede enseñar a mover los hilos a aquel que sostiene las marionetas? Los hombres que no eran capaces de reconocer la realidad de los muchachos por el ocultamiento de maya, deseaban entrenarlos para hacerlos diestros en las armas y enseñarles prácticas útiles para la vida mundana. Pero los príncipes habían venido a salvar al mundo del desastre y por eso tenían que estar en el mundo y ser del mundo, respetando sus reglas, en tanto que sirvieran a su propósito. Los hombres no podían entender sus actos por estar más allá del intelecto o de la imaginación humanos; si se les hubiera pedido que los explicaran, no habrían podido. Pero la gente debe aprender a poner en práctica los ideales; por eso Rama se presentaba como una brasa cubierta de cenizas, o como un lago con una gruesa capa de liquen, o como la luna escondida por una cortina de nubes. Los hermanos seguían sus huellas.

Rama y Lakshmana revelaban el conocimiento de estrategias y destrezas que ni los instructores más expertos conocían, los cuales incluso estaban maravillados y hasta algo temerosos. Sin embargo, ninguno de los príncipes disparaba jamás una flecha a un animal o a un pájaro. Nunca rompían su promesa de que usarían las armas sólo en ocasiones de gran necesidad, y no por el placer de matar o herir. Los instructores a menudo los llevaban a cazar a la selva para que practicaran, pero cuando localizaban algún animal y les pedían que dispararan, se negaban a hacerlo diciendo: "Estas flechas no se deben usar en blancos inocentes, son para proteger a los buenos, para el bienestar del mundo, para el servicio de la gente. Ese es el propósito por el cual las tenemos con nosotros; no las deshonraremos usándolas para esos ridículos pasatiempos". Los maestros tenían que aceptar sus argumentos. Cada palabra, cada acto de Rama demostraba su compasión. Algunas veces, cuando Lakshmana apuntaba su flecha a un pájaro o a otro animal, Rama se anteponía y le decía: "Lakshmana, ¿qué daño te ha hecho a ti o al mundo? ¿Por qué deseas dispararle? Está en contra del código de moral prescripto para reyes el castigar a seres inocentes; ¿no lo sabías?"

El emperador se sentaba a menudo entre sus ministros, con los príncipes cerca de él, y discutía problemas de política y cuestiones legales, así como la aplicación de los principios morales en el gobierno del Estado. También les hablaba de sus abuelos y de la dinastía real, de cómo se ganaban el amor y la lealtad de sus súbditos, de cómo luchaban contra los demonios y en favor de los dioses, y de la forma en que se ganaban la gracia y el apoyo de Dios en esas empresas. Tanto el padre como los hijos se regocijaban escuchando estos relatos. En muchas ocasiones los ministros se turnaban para que los demás pudieran escuchar esas placenteras narraciones.

A medida que los niños crecían, los ministros se iban sintiendo más confiados en ir encargándoles algunas actividades de las áreas gubernamentales. La gente soñaba en que cuando tuvieran edad y tomaran las riendas del gobierno, la Tierra se convertiría en cielo. Cuando la gente veía a los príncipes, sentían un lazo de afecto hacia ellos. Asimismo, la conversación entre los niños se distinguía por su dulce concordia. En la ciudad de Ayodhya no había nadie que no amara a aquellos sencillos, humildes, virtuosos y desinteresados príncipes, o que no mostrara deseo por observarlos. Eran tan queridos por los niños de Ayodhya como sus propios cuerpos, tan preciados a la ciudad como sus propios corazones.

Cuando iban ya por los once o doce años, un día Dasarata llamó a su presencia al ministro Sumantra y lo comisionó en los arreglos necesarios para que a los príncipes se les enseñara la ciencia espiritual de la Liberación. Dijo que no importaba lo adelantado que una persona pudiera estar en las ciencias de este mundo, que únicamente la ciencia espiritual de la Liberación podría darle la fortaleza necesaria para llevar a cabo sus deberes con rectitud, que la más elevada moral se les debía impartir a tierna edad.

El éxito o el fracaso en la vida adulta está construido sobre las impresiones y las experiencias de las etapas tempranas de la vida. Los primeros años son los cimientos para la mansión de los años posteriores. Por lo tanto, le dijo: "Lleva a los príncipes por todo el reino y deja que conozcan no sólo las condiciones en que vive la gente, sino también los lugares sagrados. Háblales sobre la santidad de esos lugares, la historia de los templos y de los santos y sabios que los han consagrado, y deja que beban del profundo manantial de la Divinidad que santifica esos lugares. Pienso que será muy bueno que lo hagan, pues a medida que crecen están propensos a los deseos sensuales y a otros impulsos. Antes de que caigan presos de aquellas tendencias, es mejor implantar en ellos la reverencia, el respeto y la devoción a la Divinidad que es inmanente al Universo. Esa es la única manera de evitar que su condición humana se degrade en animalidad. Saber esto es esencial para los que tienen que gobernar un reino. Consulta al gurú y a los preceptores y dispón el recorrido sin demora".

Emocionado por el proyecto de que a los príncipes se les otorgara esa gran oportunidad, Sumantra hizo todos los preparativos y él también se alistó para acompañarlos. Las reinas se enteraron del peregrinaje que los príncipes iban a llevar a cabo, y como estaban encantadas de que se fueran a tan sagrada empresa, prepararon todo para que pudiera ser lo más feliz y provechosa posible. Dispusieron que fueran algunas nodrizas y algunos otros compañeros de su edad. Los príncipes también estaban rebosantes de alegría ante el proyecto de visitar los lugares sagrados del país. Entusiasmaron a sus compañeros y también le pidieron al rey el equipo y la ropa necesaria para aquéllos.

Un día después, cuando llegó la hora auspiciosa especialmente escogida para iniciar el viaje, los príncipes se inclinaron ante sus padres, tocándoles los pies con sus frentes y se postraron a los pies del preceptor; las madres les pusieron los puntos sagrados en sus frentes y en sus mejillas para evitar el mal de ojo y para protegerlos contra el mal. Se quitaron sus ropajes reales y se pusieron la vestimenta de peregrinos, es decir, una pieza de seda alrededor de la cintura y un chal de la misma tela cubriéndoles los hombros. Se despidieron y subieron a la carroza, entre las aclamaciones de miles de ciudadanos que se habían reunido para verlos partir en la carroza escoltada por guardias.

Días, semanas y meses pasaron. Iban a cada templo y lugar sagrado, se embebían de la santidad de todos los lugares; adoraban cada templo con fe y devoción. Aprendieron la historia de cada lugar y los antecedentes de los templos, ignoraron cualquier otro pensamiento o actividad durante todo ese largo período. Sumantra les describía la santidad de cada lugar tan gráfica y familiarmente que sus corazones se emocionaban. Los príncipes lo acosaban con preguntas demandando explicaciones, y él se regocijaba por el insaciable anhelo de los muchachos, y les daba más información e inspiración.

Así viajaron desde Kanyakumari hasta Kashmir, y desde la costa del este hasta el mar del oeste, durante más de tres meses. Contemplaron los sufrimientos de la gente y la incomodidad de los peregrinos en cada región del imperio, y cada vez que veían algo así le rogaban a Sumantra que hiciera los arreglos necesarios.

Fueron responsables de la reparación y mejoramiento de muchos templos, de que se abrieran pozos de agua potable, se plantaran árboles y se establecieran refugios donde encontraran agua los caminantes sedientos, de la construcción de posadas y de establecer centros de salud. Cada vez que Rama expresaba el deseo de que se otorgaran tales facilidades, Sumantra accedía sin vacilación; veía que se cumplieran inmediatamente a su entera satisfacción. Los príncipes sentían gran alivio de que el imperio tuviera un ministro tan leal y eficiente como Sumantra, decían que con tales ministros el bienestar y el progreso estaban asegurados.

Todo lo que ocurría durante el peregrinaje de los príncipes era sabido en Ayodhya gracias a heraldos especiales, quienes corrían en relevos para llevar las noticias que recogían. Cada vez que había demoras, las reinas se llenaban de ansiedad. Entonces le rogaban a Vasishta que les diera información respecto de ellos Vasishta poseía el poder yóguico de saber lo que les estaba sucediendo, y les aseguraba que estaban felices, saludables y vigorosos, y que pronto regresarían a la capital. Las madres obtenían valor y confianza; luego el preceptor las bendecía y se retiraba del palacio hacia su ermita.

Mientras tanto, los heraldos traían buenas nuevas. Avisaron que los príncipes se acercaban a Ayodhya; que llegarían a la ciudad en dos días más. Se iniciaron arreglos para darles la bienve nida en la puerta principal de la capital imperial a los cuatro príncipes, quienes habían llevado a cabo con éxito su largo y arduo' peregrinaje, ganando renombre con ello, debido a su devoción

compasión mostradas durante su triunfante gira. Se roció agua de rosas en las calles para que no hubiera polvo y se colgaron guirnaldas. Las mujeres se colocaban en ambos lados de las calles con lámparas encendidas, las cuales moverían en círculo cuando pasaran los príncipes.

Llegaron a la puerta tal como se había anunciado; la gente movía las lámparas, ellos caminaron por la calle principal, tapizada con pétalos fragantes; atrás de ellos venían los músicos entonando canciones de bienvenida. Los brahmines recitaban himnos invocando las bendiciones de Dios delante de los distinguidos descendientes de la familia imperial. Sumantra venía caminando junto a los príncipes, cuyos rostros brillaban con un extraño encanto, y por fin llegaron al palacio.

Ahí, en la entrada misma, se realizaron varios ritos para evitar el mal de ojo; entonces fueron conducidos ante sus madres, que estaban deseosas de verlos. Los muchachos corrieron hacia ellas y cayeron a sus pies, pero las reinas rápidamente los levantaron y los mantuvieron abrazados por varios minutos, arrobadas en la alegría que envolvía tanto a ellas como a sus hijos por la bienaventuranza de sentirse unidos a la Divinidad. Las lágrimas de amor que las madres derramaban mojaron las cabezas de los muchachos, y con una punta de sus mismos vestidos las secaron. Acariciaron sus cabellos, los mimaron, los sentaron en sus regazos y les dieron de comer arroz dulce con yogur con sus propias manos.

La emoción de las madres era indescriptible. El dolor de la separación, sufrido por tres largos meses, se aliviaba al tener a los niños bajo su cuidado, día y noche, por algunos días. Querían que ellos les contaran la historia de su peregrinaje, y los niños la narraron con sencillez y sinceridad. Hablaron sobre lo sagrado de cada lugar tal como les explicó Sumantra. Ellas escuchaban estas narraciones con tanto ardor y fe que también parecían experimentar el regocijo que cada templo otorga a los peregrinos sinceros.

Dasarata celebró el regreso de los príncipes de su viaje sagrado con ofrendas a Dios, y organizando un magnífico banquete para todos los brahmines que habían concluido con éxito su peregrinación a Kasi y Prayaga. También les hizo obsequios.

Así, desde el día en que nacieron los príncipes, la capital vivía un continuo festival. La ciudad de Ayodhya brillaba con ininterrumpida alegría. Las fiestas y los entretenimientos unían al pueblo en una sola familia con lazos de amor y gratitud. Cada mes, los días en que nacieron los niños (noveno, décimo y decimoprimero de la mitad luminosa), se efectuaban ceremonias para señalar el feliz acontecimiento. Incluso cuando los niños fueron en peregrinación, esos días se celebraron como si ellos hubiesen estado allí; excepto por las ceremonias en las cuales su presencia física era requerida, todo lo demás las fiestas, los regalos, los juegos, las danzas se realizaba con regocijo.

Sin embargo, los padres notaron un cambio en los niños como resultado de la peregrinación. La transformación era sorprendente y esperaban que las extrañas maneras adquiridas pudieran debilitarse con el transcurso de los días. Observaban su comportamiento y sus actitudes con gran atención. No obstante, éstas continuaban sin ninguna señal de que pudieran desaparecer.

Rama pasaba la mayor parte del tiempo en casa. Ya no se bañaba a las horas establecidas como lo había hecho hasta ese momento. Le disgustaba usar la vestimenta real, rechazaba las ricas comidas, ya no se sentaba en el trono de oro; parecía inmerso en la contemplación del Absoluto, de algo más allá de los sentidos y la mente. Debido a que Rama se mostraba cada vez más arisco y visiblemente malhumorado, los tres hermanos menores siempre se mantenían cerca de él; nunca lo dejaban solo, ni por jugar ni por ninguna otra razón.

Los cuatro acostumbraban reunirse en una recámara y se encerraban ahí. Las madres tenían que llamar a la puerta incluso para llevarles comida. Por más que trataban de descubrir por qué se comportaban así, ellos nunca les revelaron la razón. Sólo Rama se dignaba contestar sus preguntas diciendo: "Esta es mi naturaleza, ¿por qué buscan una razón?"

Las madres pronto sintieron que aquella situación no podía continuar, y así se lo informaron a Dasarata, quien mandó llamar a los muchachos. Pero al ver que los hijos, que hasta entonces siempre se apresuraban a su llamado, tardaban mucho tiempo en llegar, se llenó de preocupación. En el momento que decidió ir él mismo a verlos, llegó un asistente y le dijo que los príncipes venían en camino. El padre se sintió feliz. Los abrazó estrechándolos contra su pecho y se sentó con sus hijos a ambos lados; les hizo preguntas, algunas importantes y otras sin importancia. Pero antes, si él preguntaba algo, los niños daban diez respuestas; y ese día, cuando él hizo diez preguntas, apenas contestaron una.

Dasarata acercó a Rama hacia su regazo y le rogó amorosamente: "¿Por qué se niegan a hablar? ¿Por qué este silencio? ¿Qué es lo que deseas? ¿Qué tengo yo en el mundo si no es a ustedes? Dime qué necesitas y te lo daré de inmediato. Ya no juegas con tus hermanos como antes, y ellos están tristes". Aunque el rey acarició amorosamente la barbilla de Rama y lo miró a los ojos, el muchacho le dijo que estaba muy contento y que no necesitaba nada. La ansiedad de Dasarata aumentó al ver este extraño comportamiento; los ojos se le llenaron de lágrimas, pero los muchachos permanecieron indiferentes a su dolor. El padre les dijo algunas suaves palabras acerca de cómo debían comportarse los hijos y luego los envió a sus habitaciones.

Llamó a Sumantra para consultarlo; le preguntó si durante el peregrinaje había sucedido algo que hubiese puesto a los muchachos fuera de sí o si los había traído demasiado pronto cuando ellos todavía estaban interesados en conocer algún otro lugar. Dasarata lo acosó con tantas preguntas que Sumantra se sorprendió y hasta llegó a sentir temor, así que sus labios temblaron cuando dijo: "Durante el viaje no sucedió nada que hubiera podido disgustar a los príncipes, no hubo ninguna dificultad. Cada deseo de ellos fue honrado y cumplido. Di en caridad tanto como ellos quisieron; hice que se construyeran en cuanto lugar sugerían, refugios para los peregrinos; no hubo ni duda ni demora. Nunca me consultaron acerca de algún suceso que les hubiera disgustado. Tampoco yo noté nada. La peregrinación fue un largo viaje de dicha y adoración".

Dasarata conocía muy bien a su ministro. Por fin dijo: "Sumantra, eres un hombre competente. Sé muy bien que eres incapaz de cometer una negligencia o caer en un error. Pero, por alguna razón inexplicable, encuentro que los niños han sufrido un cambio después de la peregrinación; han desarrollado disgusto por la comida y por la diversión. Pese a los esfuerzos de la gente por persuadirlo, Rama no responde ni dice la razón de su extraño comportamiento. Está inmerso en la propia conciencia de la falsedad de las cosas. Estoy sorprendido ante esto. Las reinas también han tomado esto tan a pecho que están siendo consumidas por la ansiedad".

Cuando Dasarata le habló así a Sumantra, el leal ministro le respondió: "Si se me permite, veré a los muchachos y trataré de diagnosticar su mal". "Muy bien dijo Dasarata , procede enseguida. Una vez que encontremos la causa, el remedio no será difícil, la cura no estará lejos."

Sumantra se apresuró hacia las habitaciones de los niños con el corazón apesadumbrado. Encontró que las puertas estaban cerradas por dentro y a los guardias afuera. Cuando Sumantra tocó, Lakshmana le abrió y lo dejó pasar. Sumantra conversó con ellos durante largo rato acerca de muchos temas a manera de poder obtener de ellos la razón de su malestar. Sin embargo, no pudo descubrir el misterio. Notó la diferencia entre el espíritu de camaradería que habían gozado durante los meses del peregrinaje y la distancia que había surgido en los meses recientes. Le rogó a Rama con lágrimas en los ojos que le dijera la causa de su melancolía. Rama sonrió y le dijo: "Sumantra, ¿qué razón se le puede dar a algo que es mi naturaleza misma? Yo no tengo anhelos, yo no tengo deseos. No tienes por qué sentir ansiedad por eso".

Incapaz de hacer nada más, Sumantra se dirigió a Dasarata y se sentó a su lado. "Creo que sería bueno invitar mañana al gurú y considerar qué medidas serán apropiadas", le dijo, y partió después de haber pedido permiso al rey.

Dasarata estaba triste, descuidó todo lo demás, ignoró las demandas del imperio y sacó muchas conclusiones que pudieran explicar el comportamiento de los muchachos. Se dijo: "Están entrando a la adolescencia, así que tales cambios de temperamento son naturales". Compartió su opinión con las reinas y descansó de la preocupación, por lo menos en ese momento.

Cuando supieron que el gurú Vasishta llegaba al palacio, las reinas hicieron los preparativos necesarios y lo esperaron en el altar familiar. Justo entonces llegó el gurú; todos cayeron a sus pies y lo acosaron con preguntas acerca del peculiar malestar de los niños y acerca del cambio que habían tenido. Todos lloraban. Percibiendo la agitación del rey y de las soberanas, Vasishta dirigió su atención hacia su interior y mediante su visión espiritual buscó la razón de la pena. La verdad fue revelada con rapidez a su gran pureza. En pocos segundos, les pudo asegurar a las reinas: "No hay nada malo con los muchachos. Ellos no son comunes. Están libres del mínimo rasgo de deseo mundano. Sus mentes son inmaculadas. No se angustien. Tráiganlos aquí; ustedes se pueden ir a sus habitaciones ahora".

Dasarata y las reinas se sintieron felices con tal afirmación; mandaron llamar a los principes y se retiraron. Lakshmana, Bharata y Satrugna se apresuraron a encontrarse con el gurú cuando se enteraron de que él los quería ver, pero como Rama no tenía ningún apuro, pues estaba inmerso en sí mismo, como siempre, Lakshmana tocó sus pies y le pidió: "Es mejor que vayamos sin demora, si no, nuestros padres se lamentarán porque hemos osado desobedecer las órdenes del preceptor". Lakshmana le pidió insistentemente a Rama durante largo rato, empleando distintos argumentos. Finalmente, Lakshmana, Bharata y Satrugna se dirigieron al altar con su hermano mayor. Ahí se postraron a los pies del gurú con reverencia.

Al verlos, Vasishta les pidió con gran afecto que se acercaran y se sentaran junto a él. Los cuatro estaban cerca, pero Vasishta quería que Rama se acercara más aún. Acarició al muchacho con amor, jugando con su pelo y dándole palmaditas en la espalda. Dijo: "¡Rama!, ¿cómo es que te has vuelto tan callado? Tu madre y tu padre sufren de pena y miedo, incapaces de comprender este cambio tan inexplicable. Debes contribuir a su felicidad también, ¿no es así? Tienes que demostrar con tu propia acción la validez de los preciosos axiomas «Trata a tu madre como a Dios» y «Trata a tu padre como a Dios», ¿no es así?" Vasishta le dio a Rama varias lecciones para que considerara las verdades que le estaba enseñando.

Rama se sentó sonriendo, escuchando al gurú. Cuando terminó, le dijo calmadamente: "Maestro, tú hablas de la progenitora; pero, ¿quién es exactamente la madre? ¿Quién es exactamente el «hijo»? ¿Qué es el cuerpo y qué es el alma individual? ¿Es real el mundo objetivo o lo es el Alma Suprema? Este cuerpo no es sino la imagen del Alma Suprema, ¿no es así? Los cinco elementos que constituyen la sustancia llamada cuerpo también son la sustancia del Universo entero. Este Universo no es más que una interrelación de esos cinco elementos, ¿no es verdad? Los elementos persisten a pesar de todas las permutaciones y combinaciones. Estos también tienen una base más profunda. Si no se comprende esto, si se cree que este Universo creado es real, si uno cae en la fascinación de esta falsedad, si se descarta la verdad por darle peso a la mentira, ¿qué podríamos decir de esa colosal ignorancia? ¿Qué puede ganar el individuo ignorando la eterna, absoluta, verdadera Realidad, el Alma?"

Cuando Vasishta escuchó a Rama planteando estos problemas filosóficos tan profundos, también notó un halo de rayos de resplandor espiritual que emanaba y rodeaba su faz. Sabía que la luz indicaba Divinidad; por eso quiso que Rama mismo contestara las preguntas que había formulado. Y las respuestas y explicaciones que Rama dio eran, en verdad, la voz de Dios. Vasishta veía este hecho claramente. Inclinó mentalmente su cabeza ante él por miedo a que lo notaran, y le dijo: "Hijo, te veré nuevamente en la tarde". Acarició a los muchachos con un enorme sentido de gratitud y de amor, y se retiró del palacio, sin siquiera buscar a Dasarata; estaba sobrecogido aún por la iluminación del momento.

El rey fue a ver a los príncipes y también vio la extraña luz de divina conciencia brillando en sus semblantes. Y como no podía entenderlo, esperó el regreso de Vasishta por la tarde. En cuanto el gurú entró en el templo, los niños, las madres y el rey se postraron a sus pies y se sentaron en sus lugares con las manos unidas en humilde plegaria.

De pronto, Rama sorprendió a todos haciendo una serie de preguntas. "Alma, Dios, Naturaleza, ¿qué relación existe entre éstos? ¿No son los tres uno solo? ¿Son entidades distintas? Y si son uno, ¿cómo se volvieron tres y para qué? ¿Cuál es el principio unificador subyacente? ¿Qué beneficio hay en reconocerlos como diferentes, desistiendo del conocimiento de la Unidad?"

Los padres estaban pasmados ante la profundidad de estas preguntas a la tierna edad de Rama. Se hundieron totalmente en ese río de conocimiento e investigación, que derramaba preciosos axiomas, los cuales traían luz a tales problemas; era como si el Cielo respondiera a las preguntas de la Tierra. Se olvidaron de que Rama era su propio hijo y pasaron toda la noche en el análisis y comprensión de la gran sabiduría acerca de la Unidad. Vasishta comprendió que las palabras de Rama eran en verdad el néctar de la inmortalidad, el cual puede asegurar la paz para la humanidad; bendijo a Dasarata y a las reinas y regresó a su ermita.'

Rama pasaba sus días haciendo disciplina espiritual, comulgando consigo mismo, hablando consigo mismo cuando estaba solo y en silencio cuando estaba en compañía y a menudo riéndose aparentemente sin motivo. Dasarata cada vez estaba más preocupado. Le inquietaba qué les sucedería a los príncipes; trataba de mantener a los tres menores aparte, pero ellos no con , sentían estar alejados de Rama, así que se les tenía que dejar siempre con él.

Dasarata y las reinas estaban muy deprimidos, ya que todos sus sueños de dicha y gloria se habían desvanecido. Se desesperaban porque no veían en sus hijos ningún signo de cambio ni recuperación. Contaban las horas y los minutos; pasaban el tiempo con ansiedad y en oración. Rama no tenía interés ni en la comida, pues se alimentaba irregularmente y con indiferencia. Su salud cada vez era más débil.

Los diálogos entre Rama y su preceptor conforman el Yogavasishta, un significativo tratado, el cual también es conocido como el Ramadita