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Libros escritos por Sai Baba

4. Los hijos

4. LOS HIJOS

Al terminar el baño ceremonial aconsejado por el preceptor, las reinas entraron al templo del palacio, donde se encontraba el altar de la deidad familiar. Vasishta finalizó la ceremonia de adoración. El alimento sagrado que la persona divina había otorgado, fue puesto entonces en tres tazones de oro. Después, Vasishta llamó a Dasarata y le dijo: "Rajá, dale estos recipientes a tus esposas; primero a Kausalya, después a Sumitra y por último a Kaika". El rey hizo lo que se le pidió. Las reinas tomaron los recipientes y se postraron a los pies de Vasishta y Dasarata. Después Vasishta les dijo que sólo podrían tomar el alimento sagrado después de haber tocado los pies de Rishiasnaga, quien había oficiado el ritual.

Así, Kausalya y Kaika guardaron sus tazones en el mismo templo y se marcharon para que sus doncellas les secaran el pelo y las peinaran. Mientras tanto, Sumitra fue a la terraza, puso su recipiente en el balcón y se secó el pelo al sol, reflexionando todo el tiempo en una idea: "Soy la segunda reina. El hijo de Kausa1ya (la soberana mayor) ascenderá al trono por derecho propio; el hijo de Kaika (la tercera reina) puede ascender al trono de acuerdo con la promesa hecha por el rey cuando se casó con ella. Pero recapacitaba ¿qué sucederá con el hijo que daré a luz? No estará ni aquí ni allá. ¿Por qué tiene un hijo que sufrir como un don nadie, sin su jerarquía ni soberanía? Es mucho mejor que no viva a que nazca y sea rechazado".

Pero eso sólo duró un momento. Pronto reconoció y sintió que debía suceder lo que Dios decidiera, y que nadie podría impedirlo. Recordó que eso era lo dicho por el preceptor y el rey, así que fue a recoger el tazón, decidida a comer el contenido cuando, sorpresivamente, descendió un águila y se lo llevó en el pico, lejos, muy lejos, hacia el cielo.

Sumitra se arrepintió por descuidar el alimento sagrado, supuso que el rey se pondría muy triste si se enteraba del percance. No podía decidir qué haría, así que fue a buscar a su hermana Kausalya y le contó toda la historia. Justo entonces, Kaika también entró con su tazón de oro luego de haberse secado y recogido el pelo. Las tres se querían mucho, como hermanas unidas por un fuerte lazo de afecto.

De esta manera, para evitar darle al rey la triste noticia, hicieron traer otro tazón de oro y Kausalya y Kaika vaciaron en él una porción de su propia parte, para que todas pudieran sentarse juntas en el templo. Comieron del alimento sagrado mientras Rishiasnaga pronunciaba bendiciones y otros ancianos y eruditos cantaban himnos védicos auspiciosos. Después, las reinas bebieron agua santificada y se postraron ante el altar; cayeron a los pies de Rishiasnaga y se fueron a sus propios palacios.

El tiempo transcurrió. La noticia de que las reinas estaban embarazadas se difundió entre la gente; los cuerpos de las soberanas tomaron una complexión que hacía que sus rostros resplandecieran. Llegó el noveno mes. Las doncellas y parteras aguardaban alegremente el acontecimiento y atendían a las reinas con mucho cuidado. Estaban en esto cuando se enteraron de que Kausalya tenía ya los dolores de parto; se apresuraron a ir a su palacio, y cuando iban en el camino se enteraron de que la consorte real había tenido un príncipe. Al siguiente día, Kaika parió un hijo. Las felices noticias llenaron de alegría todo el lugar. Al tercer día Sumitra dio a luz mellizos.

Signos auspiciosos se vieron por todas partes. Las buenas noticias llenaron a todos con inconmensurable alegría. La tierra se cubrió de verde, los árboles crecían por todas partes; la música estaba en el aire, las nubes desgranaban fragantes gotas de lluvia, pero únicamente sobre las habitaciones donde los bebés estaban en sus cunas. La felicidad de Dasarata no tenía límites. Pues si por años había sufrido el dolor de no tener un hijo, ahora el nacimiento de los cuatro le brindaba una satisfacción y una alegría indescriptibles.

El rey invitó a los brahmines y les regaló oro, vacas y tierras en gran cantidad. Dispuso que se les diera dinero y ropa a los pobres; además regaló de todo a los que no tenían y dio de comer al hambriento. Donde uno posara la vista encontraba gente aclamando el feliz acontecimiento, exclamando: "¡Jai, jai!" Los súbditos se reunían en enormes grupos para expresar su alegría bailando. "Ahora sí tenemos príncipes para que continúen la dinastía real", se enorgullecían; sentían más regocijo que cuando sus propios hijos habían nacido. Las mujeres daban gracias a Dios por este favor, ya que estaban seguras de que el nacimiento de los príncipes era una señal de misericordia divina.

Dasarata invitó al palacio a Vasishta y, según sus indicaciones, hizo que un instruido astrólogo escribiera los horóscopos de los recién nacidos. El astrólogo les anunció que el hijo de Kausalya había nacido en el momento más propicio, el Uttarayana (la mitad del Año Divino), en el mes Chaitra, durante la quincena ¡uminosa, el noveno día, bajo la estrella Punarvasu, un lunes, en Simhalagra (el signo zodiacal del León), en el período Abhijit, el de la victoria; además, todo esto coincidía mientras el mundo descansaba alegremente, cuando la temperatura no era caliente, ni tibia, ni fría. Por su parte, el hijo de Kaika había nacido al día siguiente, en Chaitra, en la mitad luminosa, en el décimo día, un martes, en Gandhayoga. Al tercer día nacieron los mellizos, también en Chaitra, durante la mitad clara, el decimoprimer día, bajo la estrella Aslesha, en Vriddiyoga. Todos estos datos se le entregaron al astrólogo y se le pidió que elaborara las cartas y levantara los horóscopos de acuerdo con la ciencia, e informara al rey de sus deducciones.

Después, Dasarata le rogó a Vasishta que fijara el momento auspicioso para la ceremonia en que se impondría nombre a los niños. El preceptor de la familia se sentó en silencio por algunos instantes, hundido en meditación; vio revelarse, en su mente yóguica, los años venideros; excitado por aquella revelación, dijo: "¡Maharaja! Tus hijos no son mortales comunes. Son incomparables. Tienen muchos nombres; no son humanos, son seres espirituales que han asumido formas humanas. Son personas divinas. La buena fortuna de esta tierra los ha traído aquí. Considero una gran suerte el poder oficiar la ceremonia del nombre para estos niños divinos". Las madres son tres pero el padre es uno, por eso Vasishta señaló que el período de diez días de "impureza" se contara a partir de la fecha en que Kausa1ya dio a luz. Así, el decimoprimer día después del nacimiento del hijo de Kausalya era auspicioso para efectuar la ceremonia del nombre. El rey se postró a los pies de Vasishta en agradecimiento por este favor y el preceptor se retiró a su ermita.

El astrólogo también aprobó el día y empezó a escribir la lista de materiales que deberían estar preparados para el ritual. Se la entregó al sacerdote en jefe y se fue, cargado de regalos que el rey le dio. Dasarata hizo que se escribieran invitaciones para la ceremonia y ordenó que se enviaran a los gobernantes vecinos, nobles, cortesanos, sabios y eruditos, dirigiéndose a ellos adecuadamente según su jerarquía. Los mensajeros que llevaban las invitaciones eran ministros o sabios de la corte, o empleados o brahmines, según la posición y rango de los invitados.

Diez días pasaron. La ciudad de Ayodhya fue iluminada y embellecida, haciéndola encantadora. La música llenaba el aire y se esparcía por todo el reino, y la gente se preguntaba si eran ángeles los que cantaban desde el cielo. Las calles estaban perfumadas de deliciosos aromas. La ciudad se llenaba de invitados. Sólo los sabios y los miembros de la corte estaban autorizados a entrar en palacio y nadie más. Al resto, ya fueran príncipes o campesinos, se les preparó un lugar especial. Habían erigido estrados en el patio del palacio para poder sentar a todos los huéspedes e invitados. Los acomodaron ahí para que pudieran observar la ceremonia con todo detalle.

Muy pronto se oyó la música que salía de la sala de audiencias; se escuchaban los himnos védicos que cantaban los brahmines. Las tres reinas entraron al salón, elegantemente decorado, con sus bebés en brazos. Brillaban como madres divinas cargando a los dioses, Brahma, Vishnu y Shiva. La bienaventuranza y el esplendor que invadían sus rostros estaban más allá de toda descripción.

Tan pronto como la gente observó la llegada de las reinas, las aclamaciones de "iJai, jai!" surgían de sus corazones. Las mujeres ondeaban las luces auspiciosas de sus lámparas ante las soberanas. Se habían colocado tres lugares especiales para ellas. Kausalya tomó asiento primero, seguida por Sumitra y Kaika. El emperador Dasarata se sentó a la derecha de Kausalya.

Los brahmines comenzaron la ceremonia, prestando la debida atención a los detalles. Encendieron el fuego sagrado y vertieron las oblaciones recitando la fórmula apropiada. Se esparcieron granos de arroz sobre platos de oro, encima del arroz se colocó un lienzo de seda muy suave y sobre ella, las progenitoras colocaron a los bebés. ¡El hijo de Kausalya se quedó mirando a Vasishta fijamente como si fuera un conocido familiar! Se esforzaba por mantenerse cerca, como si le gustara su compañía y disfrutara de estar cerca de él. Todos se sorprendieron ante este extraño comportamiento. Vasishta estaba sobrecogido por la alegría; derramó lágrimas de felicidad y tuvo que limpiarse los ojos y controlarse con mucho esfuerzo. Después, tomando algunos granos de arroz en su mano, dijo: "¡Rey! El niño nacido para darle dicha a Kausalya, le dará bienaventuranza a toda la humanidad. Sus virtudes traerán consuelo, contento y felicidad a todos. Los yoguis y buscadores espirituales encontrarán en él una gran fuente de dicha. Por lo tanto, desde este momento, su nombre será Rama, «Aquel que complace»". Los sabios aprobaron el nombre y lo encontraron muy adecuado y significativo. Exclamaron: °¡Excelente! ¡Excelente!"

Después, Vasishta posó su mirada en los mellizos de Sumitra. El mayor sentía él sería un héroe, un fiel luchador y dotado con una gran riqueza. Sabía que se deleitaría sirviendo a Dios y a su consorte Lakshmi; el servicio sería para él como su propio aliento. Por lo tanto, escogió para el pequeño el nombre de Lakshmana. Su hermano menor pensó Vasishta sería un formidable destructor de enemigos y, al mismo tiempo, un dichoso seguidor de las huellas de sus hermanos mayores. Por eso lo bendijo con el nombre de Satrugna (el que aniquila a los enemigos).

Luego se fijó en el hijo que era la fuente de alegría de Kaika. Ese niño supo Vasishta llenaría todos los corazones con amor y felicidad; iba a sorprender a todos por su increíble apego a la rectitud (dharma); gobernaría a sus súbditos con gran afecto y compasión, así que le dio el nombre de Bharata (aquel que gobierna). La gente estaba feliz de poder escuchar al preceptor hablar sobre el glorioso futuro de los niños; estaban llenos de amor por los príncipes y desde aquel día los llamaron Rama, Lakshmana, Satrugna y Bharata.

Dasarata había dispuesto exquisitos banquetes para todos los que asistieran a la ceremonia; contagió con su alegría a toda la gente que había asistido, ofreciéndole a cada uno la hospitalidad y los regalos que su jerarquía merecía; ofreció una enorme cantidad de obsequios como actos de caridad y en cumplimiento de los rituales de penitencia, repartió vacas, tierras, oro y otros valiosos regalos a los pobres y necesitados, atendió los deseos de todos, para que ninguno estuviera descontento o decepcionado; después de terminada la ceremonia, los dejó retirarse con la debida cortesía para que regresaran a sus hogares.

Los niños crecían rápidamente con el amoroso cuidado de sus madres. Sin embargo, sucedió algo muy curioso. Muy pronto se dieron cuenta de que Lakshmana siempre buscaba a Rama, y Satrugna a Bharata. Asimismo, desde el día de su nacimiento, Lakshmana siempre estaba llorando. Doncellas y nodrizas intentaron todos los remedios, pero nada podía aliviar su malestar ni hacer cesar su llanto. También le dieron medicinas, que de nada sirvieron. Y como Sumitra estaba segura de que el dolor de su hijo estaba más allá de los medicamentos, mandó llamar al preceptor Vasishta y se postró a sus pies en cuanto éste entró a la recámara. "Maestro le imploró , Lakshmana ha estado llorando desde su nacimiento y quejándose por algo que no soy capaz de descubrir. He consultado a los médicos y lo he tratado según me han dicho. Sin embargo, día tras día llora más, ni siquiera disfruta la leche de su madre. Además, tampoco duerme. ¿Cómo podrá estar saludable y fuerte si continúa en ese estado? Por favor, dime por qué está así y bendícelo para que deje de llorar".

Vasishta analizó la situación y después dijo: "Señora, su pena es algo fuera de lo común, y estás tratando de curarlo con remedios caseros y medicinas. Debes saber que su anhelo está más allá de la comprensión de los mortales. Haz lo que te digo y la criatura estará feliz y tranquila. En el momento que lo hagas, el niño dejará de lamentarse y empezará a jugar con gusto. Llévalo y acuéstalo junto a Rama, el hijo de Kausalya. Eso será el remedio". Vasishta se retiró bendiciendo a madre e hijo. Sumitra llevó de inmediato a Lakshmana a donde el otro niño se encontraba en su cuna, pues quería por sobre todo que su hijo estuviera feliz. Lo acostó al lado de Rama, ¡y desde ese preciso instante los lamentos cesaron! Empezaron las risas y los juegos.

Aquellos que vieron esta transformación, se maravillaron. Lakshmana, que hasta ese momento había estado sufriendo, empezó a balbucear alegremente agarrándose los pies, moviendo sus manitas gozosamente, como lo hacen los peces cuando son devueltos al agua, deslizándose alegremente con movimientos rápidos. Estaba ante la presencia de Rama, inmerso en bienaventuranza y consciente de la gracia que Rama esparcía.

La historia de Satrugna fue similar. Estaba triste y sin ganas de comer ni de jugar. Se le veía muy débil. Sumitra estaba preocupada por su comportamiento, así que invitó de nuevo al palacio al preceptor y le preguntó la razón de tal proceder. Vasishta sonrió nuevamente y dijo: "¡Madre, tus hijos no son seres comunes. Han nacido para actuar el drama divino! Pon a Satrugna en la misma cama que Bharata. Entonces se pondrá alegre, será extremadamente feliz. Ya no te preocupes más". Vasishta la bendijo y se fue Sumitra siguió sus instrucciones inmediatamente. Desde entonces Satrugna pasaba el tiempo en compañía de Bharata. Los niños gozaban de bienaventuranza ¡limitada estando juntos. Como el esplendor del sol, crecían en inteligencia y gloria de hora en hora.

Sumitra no tenía ya nada que hacer por sus hijos; pero como amaba a sus mellizos como a su propia vida, pasaba la mitad de su tiempo con Kausalya y la otra mitad con Kaika, mimando a los niños y atendiendo sus necesidades. Iba de un palacio a otro y gustaba de su tarea como una doncella a quien le importaba mucho la comodidad de los niños. "No estoy destinada a criarlos", era el pensamiento que la consumía, y la invadía la soledad. A menudo se preguntaba cómo había surgido esa extraña situación: que sus hijos estuvieran felices con las madres de sus hermanos y no con ella.

Finalmente, fue con el preceptor y le rogó que aliviara su ansiedad. El le dijo la verdad sin titubeos: "Madre, Lakshmana es una parte de Rama y Satrugna es una parte de Bharata". En el momento que estas palabras salían de sus labios, Sumitra exclamó: "¡Sí, sí! ¡Me doy cuenta de ello ahora! Me siento feliz de haber sabido por ti cuál era la verdad", y se postró a los pies de Vasishta y se retiró al interior del palacio.

Dijo para sí misma: "Cuando el águila se llevó en su pico el maravilloso regalo, aquel alimento divino, yo estaba tan asustada de que el rey pudiera enojarse por mi descuido que fui a decirle a Kausalya y Kaika la calamidad que había sucedido; entonces ellas vaciaron una parte de sus porciones en mi tazón; por eso tuve mellizos, como resultado de las dos partes que consumí. ¡Los designios de Dios son un misterio! Está más allá de cualquiera comprender su voluntad y majestad. ¿Quién puede alterar este mandato?

"Sí se consolaba a sí misma ,los tuve en mi vientre durante nueve meses, pasé por los dolores del parto, pero sus verdaderas madres son Kausalya y Kaika, no hay ninguna duda". Estaba firme en esta creencia y alegremente confió sus hijos a Kausa1ya y a Kaika, compartiendo con ellas los mimos y el cuidado de los niños.

Toda la familia real y los servidores gozaban observando jugar a los niños. Cuando se iban, Kausalya siempre insistía en que se hicieran escrupulosamente los ritos para prevenir el mal de ojo. Era tan afectuosa y considerada con los niños que no se daba cuenta del transcurso del día y de la noche, o de que la noche se iba y amanecía otra vez. No cesaba de cuidarlos ni por un instante. Mientras se bañaba o cuando rezaba en el templo, su mente estaba con los niños, y se apresuraba a ir con ellos tan pronto como le fuera posible. Todo el trabajo que tenía que realizar siempre lo hacía rápidamente para poder pasar más tiempo atendiendo a los niños.

Un día, bañó a Rama y a Lakshmana, les puso perfume en los rizos y luego los llevó a sus cunas de oro. Cantaba dulces canciones mientras los mecía. Cuando vio que se habían quedado dormidos, llamó a las doncellas para que los cuidaran. Kausalya preparó su diaria ofrenda de comida a la Divinidad para poder terminar sus ritos de adoración. Tomó el plato argento con la comida y se la ofreció a Dios. Más tarde fue al adoratorio para recoger el plato y poder darles a los niños una pequeña porción de la ofrenda, pero recibió una gran sorpresa cuando encontró a Rama ante el altar, sentado en el suelo, con la ofrenda ante él y deleitándose con la comida que ella había ofrecido a Dios. No podía creer lo que sus ojos veían. Kausalya se preguntó: "¿Qué es lo que estoy viendo? ¿Me engañan mis ojos? ¿Es esto verdad? ¿Puede ser verdad? ¿Cómo es que un bebé que estaba durmiendo en su cuna pudo haber venido hasta aquí? ¿Quién lo trajo?" Corrió hacia la cuna y miró en ella ¡sólo para encontrar que Rama estaba ahí, durmiendo! Entonces creyó que lo que había visto había sido una ilusión, así que se dirigió al templo para sacar el plato de las ofrendas que había puesto ante las imágenes de la Divinidad, pero encontró vacío el plato. °¿Cómo es posible se preguntaba que haya visto al niño en el adoratorio? Pudo haber sido una ilusión, pero, ¿y este plato vacío? Esto no es falso."

Entre sorprendida e incrédula, tomó el plato, se apresuró hacia la cuna, y se quedó observando a los dos bebés. Rama tenía algo en la boca y le daba vueltas con la lengua, y evidentemente lo disfrutaba; Kausalya estaba divertida observando el rostro de Rama cuando descubrió el Universo entero dentro de aquella boca. Perdió la conciencia ante tal revelación.

Las doncellas gritaban angustiadas, pero Kausalya no las escuchaba. La tendieron en la cama y una de ellas le tomó los pies y se los sacudió hasta que la reina despertó. Volvió en sí con un vivo temblor en todo el cuerpo. Vio a sus doncellas alrededor y se sentó sobre la cama, impresionada, y volviéndose hacia ellas preguntó: °¿Vieron al niño?" "Sí contestaron , estamos aquí desde hace rato y no le hemos quitado la vista de encima". "¿Notaron algún cambio en él?", preguntó Kausalya con impaciente avidez. "No hemos notado ningún cambio; el niño está profundamente dormido, como puede ver", fue la respuesta que recibió. Kausalya pensó entonces: "¿Fue mi visión un autoengaño o realmente sucedió? Si fue verdad, ¿por qué no lo notaron las doncellas?" Pensó con detenimiento y finalmente se tranquilizó, recordando que los niños habían nacido por la gracia divina, y sólo se podía esperar de ellos manifestaciones divinas.

Los cuidó con profundo afecto maternal, y ellos crecían día a día en resplandor como la luna en su fase brillante. Kausalya sentía una dicha inconmensurable al mimarlos, vestirlos y enjoyarlos.

La niñez de Rama fue una etapa sencilla pero sublime de su vida. Kausalya, muy a menudo, olvidando que él era su hijo, se postraba a sus pies, y juntaba sus palmas ante él reconociendo su Divinidad. Pero inmediatamente sentía miedo de lo que la gente pudiera decir si la veían inclinándose ante su propio hijo y tocando sus pies en señal de adoración. Para cubrir las apariencias, miraba hacia arriba y oraba en voz alta: "¡Señor! Protege a mi hijo de cualquier daño". Acostumbraba cerrar sus ojos contemplando a su niño divino y le rogaba a Dios que su fe no se tambaleara ante los caprichos de maya, el poder de lo ilusorio. Estaba maravillada por el halo de luz que rodeaba su rostro. Temía que los demás pudieran dudar de su cordura en caso de que ella les dijera sus experiencias, pero tampoco se las podía guardar. Estaba tan aturdida que a menudo se comportaba como si estuviera ausente por la ernoción de presenciar los divinos juegos de su hijo. Algunas veces se sentía ansiosa por revelarle sus secretos a Sumitra o a Kaika cuando estaban con ella, pero se controlaba, por temor a que dudaran de la autenticidad de sus experiencias y las consideraran una exageración causada por el amor hacia su propio hijo.

Por fin, un día Kausalya se atrevió a relatarle al emperador la historia completa, estremecedora y maravillosa. Dasarata escuchó con cuidado y luego le dijo: "Señora, esto es sólo la creación de tu imaginación, por el inmenso amor que sientes por tu hijo; te imaginas que es divino y ves cada una de sus acciones y movimientos bajo esa luz, por eso te parece extraño y maravilloso. Eso es todo". Pero esta respuesta no la satisfizo. El emperador la consoló con otros argumentos y la mandó a sus habitaciones. A pesar de lo que Dasarata afirmó, la reina, que había presenciado los milagrosos incidentes con sus propios ojos, no se convenció. No podía dar crédito a esas palabras.

Por eso fue a buscar a Vasishta y le consult^ sobre la veracidad de sus experiencias. El escuchó su relato y le dijo: "Reina, lo que has visto es la pura verdad; no son creaciones de tu imaginación. Tu hijo no es un niño común: ¡es Divino!, te ha nacido como fruto de muchas vidas meritorias. Que el salvador de la humanidad haya nacido como hijo de Kausalya es la singular fortuna de los ciudadanos de Ayodhya". Bendijo ampliamente a la re¡na y se fue. Kausalya entendió perfectamente las declaraciones de Vasishta. Ella sabía que Rama era la Divinidad misma, y obtenía una enorme alegría al contemplar a su hijo.

Transcurrieron los meses. Rama, Lakshmana, Bharata y Satrugna aprendieron a sentarse en el suelo y a moverse por doquier. Se había dispuesto que siempre hubiera alguien que los cuidara para evitar que se cayeran y se lastimaran. Les regalaban muchos juguetes. Las madres y los niños pasaban los días en continua alegría sin sentir el paso del tiempo. Los niños ya se podían levantar y ponerse de pie, asiéndose fuertemente de los dedos de sus madres o de las sirvientas. Se apoyaban en la pared y se paraban. Ya podían dar algunos pasos. Sus esfuerzos y logros daban alegría a sus madres. Cuando balbuceaban algunas palabras con sus dulces vocecitas, las hacían reír. Les enseñaron a decir mamá y papá y se emocionaban cuando las pronunciaban correctamente.

Cada día, al alba, les untaban fragante aceite medicinal en sus cuerpos; luego los bañaban en las aguas sagradas del Sarayu. Después les secaban el pelo sahumándolo con incienso y les ponían colirio en los ojos; les dibujaban sus puntitos en las mejillas para prevenir el mal de ojo, y les ponían marcas rituales en sus frentes. Los vestían con suaves sedas y los ayudaban a reclinarse en las hamacas donde se dormían profundamente al ritmo de melodiosas canciones de cuna. Ocupadas en estas placenteras tareas, las madres sentían que el cielo no estaba tan lejos, sino en torno a ellas.

¡Y ni qué decir de las joyas para los niños! Cada día tenían nuevas y más brillantes: ajorcas, tintineantes cinturones de oro y joyas y collares con las nueve piedras preciosas. Por miedo de que éstas pudieran dañar su tierno cuerpo, las montaban en suaves cintas de terciopelo.

Los juegos y pasatiempos de los pequeños desafían cualquier descripción. Cuando aprendieron a caminar, mandaban traer de la ciudad a niños de la misma edad para que jugaran con ellos. A dichos niños les daban de comer deliciosos platillos, y muchos juguetes para que se entretuvieran. Los atestaban de regalos. A las doncellas que los traían también se les daba de comer. A Kausalya, Kaika y Sumitra no les importaban su propia salud ni comodidad cuando estaban cuidando a sus niños, tan felices se sentían con ellos.

Después de este período de crecimiento y de habérseles procurado todo en el interior del palacio, cuando llegaron a la edad de tres años los niños eran llevados por sus nodrizas al patio, donde corrían y jugaban a su gusto. Cuando regresaban, las madres les daban la bienvenida y los cuidaban con gran amor. Un día, Dasarata, conversando con las reinas, mencionó que los niños no iban a aprender mucho de lo que valía la pena saber si sólo andaban con las sirvientas; que su inteligencia y habilidades no iban a desarrollarse estando de esa manera, así que se fijó un día auspicioso para iniciarlos en los estudios, y se llamó a los maestros para que realizaran la ceremonia.

A partir de ese día, los encantadores pequeños se fueron a residir a la casa de su maestro; renunciaron a sus costosos ropajes reales y usaron sólo una tela alrededor de sus cinturas y otra sobre sus hombros. Todo esto se debía a que la educación no puede progresar si los niños están en la atmósfera paternal de amor y cuidado. Fueron a vivir con su maestro, embebidos en sus lecciones tanto de día como de noche, ya que se aprende más sirviendo al maestro, observándolo y siguiendo su ejemplo. Tenían que comerlo que su preceptor les diera. Resplandecían como encarnaciones del brahmachari ideal, esto es, del buscador de la verdad. Cuando las madres sentían la angustia de la separación y deseaban verlos, iban a la casa del maestro y se ponían felices viendo el progreso de los niños.

El maestro también se sentía contento cuando observaba la constancia y el entusiasmo de sus alumnos; se sorprendía ante su inteligencia y memoria prodigiosas, se maravillaba y llenaba de dicha. Entre los cuatro, notaba que Rama tenía un interés sobresaliente por sus estudios. Entendía tan rápidamente que podía repetir cualquier lección correctamente aunque sólo la hubiera escuchado una vez. El maestro estaba atónito ante la aguda inteligencia de Rama y decidió que su adelanto no debería detenerse por la necesidad de poner a los otros a su nivel, así que agrupó a los otros tres por separado y le prestó atención individual a Rama, quien aprendía muy rápido.

Lakshmana, Bharata y Satrugna también aprendían sus lecciones admirablemente bien, pero ansiaban tanto la compañía y camaradería de Rama que en cuanto éste desaparecía de su vista, perdían interés en el estudio y en los deberes hacia su maestro. Como resultado, no podían nivelarse con Rama. Siempre iban una o dos lecciones atrás.

Lakshmana se atrevió a decirle a su maestro una o dos veces que no tenían ninguna necesidad de lecciones ni de aprender nada, que estarían contentos con sólo tener la oportunidad de estar con su hermano mayor. Rama era la vida misma de Lakshmana. El maestro observaba esta extraña relación entre los dos y se inspiraba al contemplarla. Recordó la declaración del sabio Vasishta de que esos niños no eran otros más que Nara y Narayana, fuerzas divinas inseparables.