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Libros escritos por Sai Baba

14. Llegada al bosque

14. LLEGADA AL BOSQUE

A ambos lados del camino real, grandes grupos de ciudadanos lloraban. Sumantra los exhortó para que controlaran sus emociones y se calmaran. Cruzaron los límites de la ciudad y se alejaron un poco más. El pueblo corría tras el carro, formando una gran masa que, en pánico, levantaba nubes de polvo que lo cubrían todo. No se veía ni el suelo del camino, todo era una vasta planicie cubierta de humanidad desesperada, hombres viejos, mujeres, hombres jóvenes y fuertes, sacerdotes, quienes al unísono gritaban entre sollozos: "¡Rama, Rama, llévanos contigo, no nos dejes!" Todas las calles de Ayodhya estaban vacías, la ciudad estaba tan silenciosa como si estuviera durmiendo. Luego cayó la oscuridad como un peso del cielo sobre cada techo.

Algunos hombres y mujeres que no podían seguirlos, se quedaban de pie como troncos, impotentes en el medio del camino. Muchos cerraron sus puertas y pasaron días enteros sufriendo una angustia excesiva; no comían ni bebían, se quejaban y caían al suelo por donde pasaba Rama. Algunos esperaron hasta la caída de la noche creyendo que, inducido por la compasión, Rama regresaría junto a su adorada gente.

Mientras tanto, Dasarata también tomó un carro. A gritos clamaba: "¡Rama!, ¡Rama! ¡Sumantra! ¡Sumantra! Dentengan ese carro, quiero mirar el tesoro de mi amor sólo una vez más". Aceleró el paso de los caballos y se acercaba cada vez más. La masa de ciudadanos que seguía a Rama se vio atrapada entre los dos carros y muchos, ya exhaustos, cayeron al suelo. Algunos, cuando vieron que un carruaje pasaba a gran velocidad, levantaron la cabeza para ver si era Rama que regresaba; se levantaron y trataron de detenerlo para tener un vislumbre de su querido príncipe, pero cuando escucharon los quejidos de Dasarata, rompieron en sollozos nuevamente; dejaron pasar el carruaje exclamando patéticamente: "¡Oh rey, apresúrate y trae a nuestro Ramachandra de regreso!"

Dasarata vio el carruaje de Rama que corría por las dunas en los exteriores de la ciudad y gritó: "¡Sumantra, Sumantra, deténte, frena!", a la vez que ordenaba a su auriga que acelerara. Sumantra miró hacia atrás y descubrió el carruaje que los seguía. Dijo: "¡Ramachandra, el padre Dasarata viene detrás de nosotros! Creo que lo mejor será detenernos un rato y averiguar cuáles son sus órdenes". Rama también vio la gran cantidad de ciudadanos y el carro que llevaba a su padre a toda prisa para alcanzarlos. Sabía que si se detenía ahora, la gente lo rodearía y crearía una situación incontrolable, pues aquellos exhaustos a la orilla del camino se levantarían y correrían impulsados por una nueva esperanza, y aquello sólo sería un acto de mayor crueldad por parte de él, pues les inspiraría esperanzas vanas. También sería romper el cumplimiento de su promesa. Si los súbditos eran testigos de las exclamaciones de dolor de Dasarata, perderían estimación por él. Sopesando todas estas consideraciones en su mente, indicó a Sumantra que no había necesidad de detener el vehículo, incluso le dijo que sería mejor que apresurara la carrera aún más. Oyendo esto, Sumantra rogó con las manos juntas: "Rama, tengo órdenes de estar contigo sólo unos días, después debo volver a Ayodhya. Al verme de regreso, el emperador seguramente me cubrirá de reprimendas por no haber detenido el carro como él me ordenó. ¿Qué le voy a decir para justificarme? Te ruego que aceptes que me quede contigo por todos los años de exilio en la selva. Estimaré que mi vida habrá sido vivida bien y con felicidad si me permites estar contigo. Si estás de acuerdo, no me detendré; aceleraré tanto como tú quieras. Por favor, dime tu respuesta".

Rama pensó sobre el problema que Sumantra le exponía y sus implicaciones. Dijo: "Sumantra, aquel que te ha ordenado tomar el carruaje y llevarnos hasta la selva, era tu amo, el emperador; el que ahora persigue este carruaje llorando y rogando que te detengas es Dasarata. Debes escuchar y obedecer las órdenes del emperador, no las de Dasarata. Eres el ministro del país, de tu gobernante, no de una persona llamada Dasarata. Como individuos, entre nosotros existen lazos de afecto que atan al hijo a su padre, pero como emperador, él tiene autoridad imperial sobre ti y sobre mí. Tu lealtad y mi lealtad hacia él deben ser las mismas. Tú debes cumplir con tu deber. Si Dasarata te castiga por no atender a lo que él te pide ahora, dile que no lo oíste; no está mal que lo hagas así". Y Rama le pidió que acelerara, que no detuviera el carro.

Sumantra bebió con avidez el néctar del análisis moral que Rama le había dispensado para convencerlo. Cuando Dasarata vio que Rama seguía adelante, detuvo su vehículo y regresó a Ayodhya maldiciendo su suerte y lamentándose a gritos. En cambio, la gente seguía las huellas del carruaje sin dejarse vencer por el cansancio, impulsada por la determinación de no perder de vista a su adorado Rama. Algunos que estaban dispuestos a sacrificar su vida por él y morir en su esfuerzo por alcanzarlo, seguían, arrastrando los pies, sin aliento y quebrantados, las huellas del carro en que él iba. Rama vio a los súbditos que lo seguían, movidos por el amor que sentían por él, lo que le despertó una gran compasión. Detuvo el carro y con voz suave y dulce les habló, conmoviendo sus corazones. Les habló de los diferentes aspectos morales de esa situación y les rogó que volvieran a Ayodhya.

Respondieron que el estar separados de él iba a ser una agonía difícil de soportar, y que no podrían residir, ni por un momento, en una Ayodhya de la cual Rama estuviera ausente, así que ¡preferían morir en los bosques antes que vivir en Ayodhya! Mientras muchos afirmaban esto, los más jóvenes declaraban que una ciudad de la cual había desaparecido la deidad de la rectitud sería un lugar mucho más horrible que la jungla y que no podrían vivir en un lugar tan espantoso. "La selva en que tú vivas será Ayodhya para nosotros dijeron . No te preocupes porque suframos agotamiento o tengamos dificultades.

nAtiende a tu promesa, a tu deber, tal como lo tienes pensado; nosotros también atendemos a la nuestra. Tú has decidido honrar el deseo de tu padre como un deber sagrado; nosotros también tenemos un deber sagrado, el de honrar el deseo de Rama en nuestros corazones, el Atma Rama, nuestro amo, la autoridad que reverenciamos con lealtad. No titubearemos en nuestra resolución; no regresaremos. Solamente la muerte nos podrá vencer." Eso anunciaron entre sollozos y lágrimas de desesperación.

El compasivo corazón de Rama se ablandó con estas palabras de amor y lealtad. Sita derramó abundantes lágrimas. Lakshmana observaba cómo surgía la devoción en la gente común del reino; pero al acordarse de Kaikeyi, sus ojos se enrojecieron de ira, su lengua estaba paralizada por el enojo hacia la madrastra que no tenía siquiera un poco de esos sentimientos hacia Rama. Se sentó en el suelo con la cabeza agobiada por estos tristes pensamientos.

Rama sintió que lo mejor sería tratar de persuadirlos por cualquier medio para que regresaran a su casa. Los consoló, les manifestó su compasión, les recordó que debían atender a los rituales diarios acostumbrados, y cuáles serían las consecuencias de no hacerlo. Describió los horrores de la vida en la selva y los peligros a que se tendrían que enfrentar si trataban de vivir allí, y les aconsejó que efectuaran sus rituales correcta y continuamente para que sus años en el exilio transcurrieran rápidamente y sin tropiezos; así, ellos lo ayudarían a pasar esos años en paz y alegría a fin de volver a Ayodhya a su debido tiempo, fuerte, con salud.

Los jóvenes brahmines que estaban frente a él no pudieron ser convencidos por estos argumentos. Rama suplicaba diciendo: "Sus ancianos padres echarán de menos sus devotos servicios, no está bien que los dejen solos, sin ayuda". En respuesta, los jóvenes dijeron: "Rama, nuestros ancianos padres están tan débiles y desanimados que no te pueden seguir hasta la selva; venían para acá, pero regresaron volcando su angustia en lágrimas. Nos han dado instrucciones para que te sigamos y estemos contigo, pues, como ellos mismos dijeron: «Nosotros estamos demasiado débiles; ustedes son fuertes y jóvenes. Vayan, sirvan a Rama en nuestro nombre». Esos ancianos están más tristes porque tú ya no estás en Ayodhya que porque nosotros no estemos con ellos. Se sentirán contentos si sus hijos están con Rama, una fortuna que ellos no pudieron alcanzar. Llévanos contigo, aunque sólo sea por esa razón, para derramar alegría sobre esos ancianos". Y rogándole de tal suerte, se postraron llorando a sus pies.

Rama permaneció silencioso ante esta sincera expresión de amor y reverencia; estaba emocionado con la renunciación de esos jóvenes, que era más grande que su propia renuncia al trono. Su alegría no dejaba de tener cierto sentido de orgullo al darsé cuenta de que sus súbditos sobrepasaban su propia piedad filial. Mientras estos ruegos y convencimientos se desarrollaban, caía la noche sobre la Tierra. Por eso Rama les pidió que descansaran y comieran algo para pasar la noche, en vez de regresar en la oscuridad.

A fin de animarlos a hacerlo, Rama tomó un baño en el río Tamasa; tomó una comida que consistía en raíces y fruta, y descansó un rato. La gente que lo había seguido desde tan lejos, estaba tan fatigada que, después del frugal alimento, cayeron en profundo sueño.

Rama sabía que al despertar insistirían en acompañarlo; por eso despertó a Sumantra y le dijo que preparara el carruaje de tal manera que hiciera el menor ruido posible, y que llevara el vehículo de forma que no dejara rastro. Sumantra se dio cuenta de que no quedaba otro remedio, así que llevó el carro de tal modo que las huellas quedaron tan confusas que no dejaran ver la dirección que habían tomado; incluso, algunas indicaban que el carruaje podía haber vuelto a la misma ciudad de Ayodhya. Después de haber dejado hábilmente ese rastro, encaminó el vehículo hacia la selva.

Amanecía. Los ciudadanos de Ayodhya despertaron y miraron a su alrededor. No había señales del carruaje real. Nadie había visto a Sita, a Rama ni a Lakshmana, y cayeron en profunda aflicción; despertaron a los que aún dormían, buscaron las huellas de las ruedas en el suelo. Y lloraban a gritos: "¡Rama! ¡Rama!" Corrían en todas direcciones buscando el carruaje.

Uno de ellos dijo: "Hermanos, Rama vio que estábamos cansados, cómo dormíamos de tan exhaustos que estábamos y, así, se fue de aquí sin llevarnos con él". Entonces empezaron a acusarse mutuamente por haber mostrado cansancio, provocando con eso que Rama los dejara y se fuera solo. Otros se inculpaban de ser inferiores a los peces, pues decían: "Los peces no pueden vivir sin agua, pero nosotros estamos vivos a pesar de que Rama nos ha abandonado... ¡Vergüenza, qué vergüenza la de nuestras vidas! gritaban . Somos la causa de estar separados de la persona más querida para nosotros. ¿Por qué no caerá sobre nosotros la muerte, que acabará con tanto dolor?" Así se lamentaban, pero pronto se acordaron de que la Divinidad que vive en su interior era Rama, el suicidio era algo impensable, lo opuesto a un acto meritorio; el suicidio sólo puede ocurrir cuando el destino de uno es morir por su propia mano. Entonces, otro entre ellos sugirió que le podían rezar al Destino para que les diera un fin como ése para todos.

Estaban en estas patéticas discusiones y dudas, ansiosos de tomar una decisión, cuando uno de ellos llegó avisando que habían sido reconocidas las huellas dejadas por las ruedas. ¡Qué buena noticia!, pues las huellas indicaban que el carruaje había tomado la ruta de Ayodhya. Siguieron las huellas por una distancia, pero de pronto ya no se podían distinguir; se habían desvanecido. Se hizo imposible averiguar qué había pasado, así que regresaron a la ciudad con la mente confusa.

Muchos se consolaron diciendo que Rama seguramente regresaría al palacio, pues había visto el apuro en que ellos se encontraban y su corazón estaba lleno de compasión hacia los angustiados. "Rama regresará antes de haber transcurrido dos o tres días", dijeron. Las mujeres iniciaron varios votos y actos de adoración para propiciar que los dioses persuadieran a Rama a retornar con sus súbditos.

Después de eso la gente vivía como las aves chakravaka, que no tienen ninguna flor de loto en qué posarse, ya que el sol está ausente y esas flores no pueden florecer sin su calor.

Mientras la gente sufría de tal manera, Sita, Rama y Lakshmana llegaron a las inmediaciones de Sringivera con el ministro Sumantra. Rama vio el Ganges e inmediatamente dio instrucciones a Sumantra para que detuviera el carro. Descendió y se postró en tierra ante el río sagrado. También Sita, Lakshmana y Sumantra bajaron e hicieron lo mismo. Rama explicó a los demás que el Ganges era la fuente de toda riqueza y prosperidad, de toda la paz y abundancia que pudiera resplandecer alrededor. Ese río daba a todos los seres suprema felicidad y los más altos dones espirituales. Entonces decidieron bañarse en sus sagradas aguas.

Rama pidió a Lakshmana que encontrara algún lugar en la orilla donde Sita pudiera bañarse sin temor. Las riberas eran fangosas en la zona selvática; por eso Lakshmana escogió un sitio que reforzó con piedras y lajas para que ella pudiera apoyarse y volviera fácilmente a subir después de sus abluciones. Le rogó a Sita que utilizara ese descansillo temporal para sus baños. Con mucho cuidado bajó ella, y antes de entrar el río se postró ante la diosa Ganga. Lakshmana fue a la selva para recoger algunos frutos para que Rama y Sita pudieran probar algún alimento después del baño. Se los ofreció reverentemente y ellos comieron.

Mientras tanto, algunos barqueros se habían acercado a ese lugar. Sus ojos descubrieron el carruaje real así como las formas principescas de Sita, Rama y Lakshmana. Pensaron que se habían reunido allí para celebrar un paseo. En esa creencia, se apresuraron a comunicárselo a Guha, su jefe, informándole que. unos visitantes reales se hallaban cerca. Guha envió a un mensajero para que averiguara quiénes eran y con qué propósito habían venido a las orillas del río Ganges.

El mensajero volvió con la noticia de que eran nada menos que los hijos del emperador Dasarata y la misma princesa Sita, que venían acompañados de Sumantra, el ministro real. Guha pensó que esos momentos superlativamente deliciosos no se debían disfrutar en soledad, así que informó a sus familiares, a sus compañeros y amigos que el príncipe Rama había venido al Ganges con su hermano y su esposa. Recolectó frutas y flores en abundancia y todo el grupo avanzó con actitud humilde y reverente hacia el Ganges. Guha puso la fruta y las ofrendas florales a los pies de los visitantes reales y se postró ante Rama, lo mismo que sus familiares y amigos.

Al ver la felicidad que los embargaba, Rama le pidió a Guha que se acercara y le preguntó cómo les iba a todos y si vivían feliz y pacíficamente. Preguntó al jefe Guha hasta qué punto su liderazgo ayudaba a la comunidad a prosperar. Guha contestó: "Señor Ramachandra, al postrarnos a tus pies, todos hemos experimentado una dicha sin límites. Esta gran fortuna seguramente la obtuvimos debido a los méritos que acumulamos con acciones buenas en el pasado. ¿De otro modo, cómo podríamos nosotros, que pasamos nuestros días en esta espesura casi impenetrable, aspirar a recibir la bendición de tu visita y poder adorar tus pies de loto? De ahora en adelante, esta región ciertamente gozará de abundancia y paz, debido a que tus pies han pisado este suelo. De eso no puede haber duda, dicha transformación tiene que suceder".

Lakshmana, Sita y Sumantra notaron aquella expresión de sinceridad y alegría, así como las lágrimas de bienaventuranza. Estaban sorprendidos al ver esa devoción, humildad y sabiduría. Durante todo el tiempo, Guha abrazaba los pies de Rama y decía: "Señor, todo esto es tuyo; todas las riquezas, territorio y autoridad que yo tengo como jefe, así como todos mis súbditos, todo es tuyo. Ellos esperan tus órdenes; están a tu disposición para que los utilices para tus propósitos, a tu servicio. Yo soy tu siervo, acéptame como tal. Acepta todo lo que te ofrezco y entra a la ciudad en que vivimos".

Cuando Rama escuchó este ruego, sonrió y repuso: "Guha, eres un devoto firme; eres profundamente virtuoso. Tu corazón es muy puro. Pero escucha: yo debo recorrer la selva como exiliado, llevando la vestimenta de ermitaño, en obediencia a las órdenes de mi padre. No puedo poner los pies en ciudad o pueblo, sólo debo tomar los alimentos que corresponden a los monjes que viven en austeridad. Debo vivir de acuerdo con los reglamentos que se han fijado para los ascetas. Por esa razón no puedo cumplir con el deseo que tú acabas de expresar".

Al oír esas palabras, Guha se llenó de tristeza. Gran número de personas que habían llegado ahí desde la ciudad de Sringivera, cuchicheaban comentando el divino encanto de Rama, Sita y Lakshmana. Uno de ellos se preguntó cómo los padres de esos adorables hermanos y de aquella angelical dama pudieron ser capaces de exiliarlos a la selva. "¿Cómo pudieron pronunciar tal sentencia?" En respuesta, otro dijo: "¡Cállate, tonto! En realidad esos padres han hecho un bien. Si no hubieran pronunciado tal sentencia, nosotros no habríamos tenido ocasión de esta fiesta para nuestros ojos, de la fortuna de ver sus divinas formas. Este día, nuestros ojos están gozando de un festival poco común". Esas palabras llenaron a muchos de satisfacción y gozo. Los hombres de la tribu nishada, quienes componían el grupo reunido, hablaron entre sí con admiración devota hacia los visitantes reales. Exaltaron la belleza, la ternura, los modos suaves y dulces de Sita, Rama y Lakshmana.

Guha se sentía muy triste por haber perdido la oportunidad y buena fortuna de poder dar la bienvenida a Rama en la capital de los nishadas. Pensaba que si Rama tan sólo pudiera "ver" la ciudad, si sus ojos siquiera llegaran a mirarla una vez, quedaría bendecida con paz y prosperidad para siempre; así que hizo la sugerencia de que Rama caminara hacia un gigantesco y bellísimo árbol de simsupa que crecía cerca, y Rama estuvo de acuerdo. Guha supo entonces que los ojos de Rama habían visto la ciudad desde aquel lugar. Estaba muy complacido con ese pensamiento. Rama también estuvo contento cuando vio la ciudad a distancia. Permitió a los nishadas tocar sus pies y les recomendó que volvieran a sus hogares, ya que era inminente la caída de la noche.

Luego efectuó los ritos sagrados que deben ser observados al anochecer. Entretanto, Guha recogió cantidades de suave pasto y hojas tiernas y preparó lechos. Mandó recoger tubérculos, así como frutos sabrosos y frescos de los árboles y plantas de la región; ordenó que los llevaran envueltos en grandes hojas para ser ofrecidos a los distinguidos visitantes. Sita, Rama, Lakshmana y Sumantra compartieron el frugal alimento y se retiraron a dormir.

Sita durmió en el blando lecho de pasto. Lakshmana se sentó a los pies de Rama para darles un suave masaje para aliviar el cansancio del esfuerzo realizado. Rama sabía que Lakshmana seguiría masajeándolo mientras estuviera despierto; deseaba que Lakshmana fuera a descansar también, fingió haber caído en profundo sueño. Viendo esto, Lakshmana temió que, de seguir con el masaje, perturbaría el sueño de Rama, y calladamente se retiró a cierta distancia. Se mantuvo en la "postura del héroe" para poder abarcar las cuatro direcciones y reconocer inmediatamente cualquier animal salvaje que pudiera aproximarse, cualquier ogro o persona endemoniada que pretendiera romper el sueño de Rama. Todo él era atención y vigilancia.

Viendo esto, Guha también dio instrucciones a sus leales lugartenientes para que vigilaran el área y se aseguraran de que nada sucediera que pudiera perturbar el sueño de Rama. Colocó en su hombro el carcaj y, sosteniendo el arco, se sentó cerca de Lakshmana, deseoso de compartir la vigilancia. Con los ojos llenos de lágrimas, mantuvo las palmas de sus manos unidas ante él y le preguntó: "Lakshmana, el palacio del emperador Dasarata es, me imagino, más grande y magnífico que la divina mansión del jefe de los dioses, Indra. En ese palacio todo es atractivo y bello, dondequiera hay fragancias y dulzura; blandas camas de plumas y lámparas realzadas con piedras preciosas aumentan la grandiosidad y comodidad del palacio. Ahí las camas tienen sábanas ligeras y blancas como la espuma de la leche caliente y mullidos cojines. Sita y Rama, que acostumbraban dormir en camas tan lujosas, duermen ahora sobre montones de pasto, sin sábanas ni almohadas, gracias al puro cansancio físico. Para mí es una agonía insufrible contemplar esta escena. Allá están padre y madre, los sirvientes que velaban por satisfacer sus necesidades y darles comodidad de diversas maneras. Sita y Rama, que vivían como reyes hasta ayer, ahora duermen en el suelo. ¡Dios mío, se me parte el corazón de pena!

"Sita es la adorada hija del afamado emperador Janaka, y sin embargo, está tendida sobre una capa de pasto seco. ¡Qué extraña vuelta del destino es ésta! ¿Es que Sita y Rama podrán soportar la vida en los bosques? Esto comprueba que las consecuencias de nuestros actos son ataduras irrevocables.

"Kaikeyi es la hija del rey de Kekaya. Nadie podía suponer que ella hubiese sido capaz de cometer un acto tan atroz y pecaminoso. Ellos están en la edad en que deben ser felices juntos. ¡Qué acto tan censurable es el de infligir en ellos tan dura sentencia! Tal destino no debería serle impuesto ni al peor enemigo.

"La princesa de Kekaya ha demostrado ser el hacha que cortaría en dos las mismas raíces del árbol de la dinastía solar. Su egoísta ambición ha hundido al mundo en la tristeza. ¡Ah, desgraciados mis ojos que están destinados a mirar este patético espectáculo! ¿Qué despreciable pecado habré cometido para merecer este castigo? ¿De quién fue la vida feliz que causó que mis ojos en el pasado se enrojecieran de envidia, para tener que ver ahora a mi adorado Rama en esta situación?"

De esta manera se quejaba Guha, incapaz de detener el embate de las olas de dolor que iban surgiendo en su interior; luego mantuvo la boca cerrada, con la cabeza agachada; estaba sentado, sufriendo una agonía irreprimible. Viendo esto, Lakshmana también quedó hundido en el abatimiento, pero se dio valor para decir: "¡Jefe de los nishadas! No se consigue ser feliz mediante otra persona ni miserable por conducto de otro; nadie puede tener buena o mala suerte a través de otra persona. No existe la posibilidad de lograr tales resultados por medios indirectos. Tampoco se puede ser realmente feliz o desventurado. Cada uno de nosotros (lega a la existencia con algún propósito, impulsado por los actos de su encarnación previa, o por la Voluntad o Decreto soberanos, y mientras se cumple el propósito, uno parece ser feliz o miserable; eso es todo. Un limosnero sueña con ser un rey; un rey, con ser un limosnero; ambos, cuando despiertan, encuentran que la riqueza ola miseria son irreales y fugaces. Así también es el mundo: un sueño, lo irreal... una ilusión. Sientes pena porque Rama está en situación difícil; pero Rama está por encima y más allá de penas y alegrías. Para aquellos que lo observan, de acuerdo con su buena o mala fortuna, decidida por los méritos o culpas acumulados, él puede parecer feliz o desventurado; lo que tú ves como alegría o pena en Rama sólo es el reflejo de tu propio estado mental". Al oír esto, Guha se calmó y dejó de sentir rabia contra Kaikeyi, y comprendió que no es conveniente buscar las faltas de otra persona y culparla.

"Toda la gente está inmersa en el sueño de la ilusión, siendo testigo de una gran variedad de sueños. De esta manera, la humanidad pasa la noche denominada «vida». Los yoguis, personas autodisciplinadas, son los únicos que permanecen despiertos durante esa «noche», sin quedar prisioneros o encantados por los sueños. No los afectan el mundo ni lo que contiene. Se han apartado de todos los placeres sensoriales y otros enredos. Mientras esto no se logre, la gente no puede decir de sí misma que está «despierta». Cuando se logra despertar a la sabiduría, y la Realidad se descubre, entonces caen las ataduras del engaño, de la ilusión, y el amor se fija en los pies de loto del señor Rama." La mente de Guha seguía apresuradamente estas palabras, y se sentía reconfortado y fortalecido. Así, el resto de la noche transcurrió mientras Guha y Lakshmana se contaban mutuamente relatos sobre los divinos atributos de Rama y la plenitud de la gloria que había en él.

Pronto llegó el alba; mientras uno montaba guardia donde Rama dormía, el otro terminaba sus abluciones matinales y regresaba adonde el otro. Rama empezó a despertar; frotó sus ojos e incorporándose miró en las cuatro direcciones. Despertó a Sita y ambos se encaminaron hacia el Ganges. Después de bañarse y de haber efectuado sus ritos, volvieron adonde estaban Guha y Lakshmana. Rama pidió a su hermano que trajera un poco del jugo lechoso del árbol de la higuera. Lakshmana obedeció sin murmurar y se introdujo en la cercana selva; sin dilación trajo, dentro de una vasija hecha de grandes hojas, el jugo deseado. Rama aplicó el líquido a los rizos de su cabello convirtiéndolos en una espesa masa opaca, tal y como lo acostumbran los ermitaños.

Al ver esto, Sumantra no pudo contener los sollozos. Le dolía que aquella cabeza, que debía lucir una corona, ahora llevara una carga de cabello enmarañado. Se lamentaba de aquel destino que lo obligaba a ver esa trágica escena. Su corazón se quemaba en el dolor. "No puedo seguir contigo en la selva; esto se ha hecho imposible para mí. He cumplido con las órdenes del emperador. El destino está cortando de tajo mi estancia ante tu presencia. El me ordenó que te trajera hasta las orillas de cualquier río sagrado y te dejara allí, para luego regresar. Tengo el deber de informarte sobre este hecho; ahora te toca a ti decir qué debo hacer". Sumantra dijo esto de pie frente a Rama, con la cabeza agachada por la pena y por la humildad, mientras las lágrimas corrían libremente por su rostro.

"No te preocupes dijo Rama . Cumplir el mandato del emperador es tu obligación, e igualmente la mía. Me alegra mucho que hayas realizado las órdenes que él te dio. De ahora en adelante acataré las órdenes que me ha dado a mí; seguiré sus instrucciones con la mayor reverencia y escrupuloso detalle. No te demores; regresa a Ayodhya. Mis padres estarán esperando tu llegada con ansiedad, querrán escuchar de tus labios la descripción del viaje hasta aquí. Así pues, toma el carruaje y vuelve allá lo más pronto posible."

Sumantra se imaginaba el lugar al que iba a regresar. Patéticamente rogaba: "¡Ramachandra, no permitas que Ayodhya se convierta en una ciudad huérfana! El emperador se verá en dificultades para controlarse en tu ausencia, y Bharata se sentirá incapaz de reinar". Sumantra se arrojó a los pies de Rama sin poder soportar el peso de su dolor. Rama lo levantó, y ayudándolo a sostenerse, lo consoló: "Sumantra, no hay principio de rectitud más alto que la verdad; los Puranas, las escrituras épicas, todas afirman y proclaman esto, como tú lo sabes. Ahora bien, yo he sido nombrado para cumplir con este supremo principio de, rectitud. ¡Qué ventura la mía! Si fallo en esta oportunidad y pierdo esta fortuna, yo y toda mi dinastía sufriremos eterna infamia en los tres mundos. El descrédito quema al hombre recto de manera más dolorosa que un millón de muertes y cremaciones. Ve, pues, póstrate a los pies de mi padre y explícale con claridad mi determinación y mi alegría. Debes vigilar y asegurarte de que mi padre no se preocupe por mí, por Sita ni por Lakshmana".

Guha y su gente escucharon a Rama y quedaron visiblemente afectados por sus palabras. Sin que se dieran cuenta, las lágrimas fluían de sus ojos. Lakshmana no pudo soportar la tristeza, y expresó algunas palabras de rabia y amargura contra aquellos que habían causado aquella tragedia. Pero Rama, que conocía su temperamento, lo detuvo en el acto. Luego, dirigiéndose a Sumantra, le dijo: "Lakshmana es muy joven; no prestes atención a lo que ha llegado a decir, ni se lo transmitas a mi padre. La mente de Lakshmana sufre muchísimo debido a que siente gran afecto por mí y también porque se aflige por las penas que pueda sufrir Sita. Dio rienda suelta a esas expresiones porque tiene una noción equivocada sobre aquellos que me mandaron al exilio. Por naturaleza, Lakshmana ha sido dotado de muy buenas cualidades". Y Rama empezó a enumerar las virtudes de su hermano.

Sumantra, levantando la cabeza, imploró en favor de Sita: "Señor, Janaki es tierna y de naturaleza dulce; no puede sobreponerse a las dificultades que trae consigo la vida en los montes. Es necesario aconsejarle que regrese a la ciudad, convencerla de que eso es lo más adecuado. Ella es el aliento vital de Ayodhya, es la diosa de la prosperidad para el imperio. Si ella no puede venir a Ayodhya, los habitantes de esa ciudad sufrirán como peces en un tanque seco. Permite que regrese para vivir como ella está acostumbrada, con su suegra o con sus padres. El emperador me ha ordenado decírtelo una y otra vez, con estas mismas palabras. Cuando tú regreses a Ayodhya al término de los catorce años, podrá ser traída de la casa de Janaka".

Mientras Sumantra lo estaba importunando de tal manera, Rama hacía señas a Sita para que prestara atención a lo que se decía. Cuando Sumantra terminó de hablar, Rama se dirigió a ella diciendo: "Sita, ¿escuchaste el mensaje de mi padre? Vuelve a casa y haz que mis padres dejen de sufrir siquiera parte de la agonía que están soportando por mi separación. A su avanzada edad están demasiado débiles para sobreponerse a esta terrible situación. Así pues, es necesario que regreses junto con el ministro a Ayodhya". Rama empleó varios argumentos para persuadirla, a fin de que aceptara la petición de su padre.

Sita repuso: "Señor, tú que eres omnisciente, conoces la conducta ideal prescripta para cada sector de la humanidad. No es necesario que yo te lo recuerde. Por favor, escucha un minuto mi ruego. La sombra tiene que seguir al cuerpo, ¿no es así? ¿Puede apartarse de él? Los rayos solares no pueden existir sin el sol. La luz de luna no puede existir separada de la luna. De igual manera, Sita, que es tu sombra, no puede alejarse y existir después de irse Ramachandra".

Se volvió hacia Sumantra y dijo: "Tú eres para mí tan venerable como mi padre y mi suegro. Eres el ser que desea lo mejor para mí. Te ruego consideres esto: no busco otro refugio que el que encuentro a los pies de loto de mi señor. El mundo sabe que la nuera que es traída a su nuevo hogar no puede estar más cerca que el mismo hijo nacido dentro de la familia. La suposición de que ellos dejarán de sufrir por la separación del hijo si la nuera está con ellos, es una declaración sin sentido. En cuanto al lujo y comodidad del palacio de mi padre, los he disfrutado bastante en los días de mi infancia. Ahora me parecen tan secos y comunes como el pasto si mi señor no está a mi lado. No tengo otra senda que la que él pisa. Por esta razón, trata de no malinterpretar mis palabras y acéptalas; abandona ese intento de llevarme de regreso a Ayodhya. ¡Olvídalo! Transmite mi veneración a mis suegros y asegúrales que no existe motivo para que se angustien por nosotros. Diles que Sita está feliz, mil veces más feliz que cuando estaba en Ayodhya o en Mitila. Estoy con el señor de mi corazón, con el gran héroe, el mejor de los guerreros, con su hermano Lakshmana; diles que así paso estos días en la selva, felizmente, sin temor o agitación de la mente. Diles que no estoy cansada por el viaje; diles que estoy muy feliz y que considero este exilio una enorme fortuna".

Al escuchar estas palabras, Sumantra quedó tan abrumado de admiración y preocupación al mismo tiempo, que no pudo mirar de frente a Sita, no podía seguir oyendo palabras tan conmovedoras. No encontraba palabras para responderle. Reflexionó sobre sus virtudes, acerca de sus sentimientos puros y sobre su firmeza. Deploró la mala suerte que privaba a Ayodhya de la presencia e inspiración de una dama de tan elevado carácter.

Dirigiéndose a Rama, dijo: "Rama, en este caso, escucha un ruego: acéptame a mí también en la selva y permíteme que te sirva durante los catorce años". Rama repuso: "Sumantra, tú estás bien versado en las leyes y reglamentos de moral. Eres el ministro del emperador Dasarata, no un ministro mío. Fue él quien te ordenó regresar; ¿cómo puedo yo permitir que te quedes? Además, aunque no fuera así, no es deseable que permanezcas apartado del emperador, sobre todo en estos momentos. ~ Eres como la mano derecha para él. No debes prestar atención a tu propia felicidad y tratar de permanecer alejado de él. Anda, ve con tu rey sin mayor dilación. Si te vas pronto, puedes darme a mí y a mis padres mucho consuelo y confianza". Rama lo persuadió de irse, utilizando para ello otros argumentos y ejemplos. Hallando que era imposible resistirse, Sumantra lloró sin reservas y se postró ante los tres. Sus pasos eran pesados y vacilantes cuando emprendió la retirada, ni su mente ni su cuerpo deseaban alejarse.

Rama tomó su mano, lo ayudó a caminar hasta el carruaje y a sentarse en su asiento. Rama pronunció palabras dulces a Sumantra y a los caballos del carro para inducirlos a darse vuelta y regresar a Ayodhya, pero éstos se mostraban renuentes a volver sobre sus pasos; volvían hacia el lugar en que estaba Rama, deseosos de seguir con él y poco dispuestos a alejarse. A pesar de ser aguijoneados y azuzados, apenas se movían. Relinchaban patéticamente en protesta, se detenían y volvían sus cabezas para ver otra vez a Rama.

Sumantra, colmado de insoportable tristeza, enjugaba las lágrimas que corrían por sus mejillas, tenía la cabeza inclinada como para esconder la cara ante los hombres. Guha, al ver la desolación de Sumantra, se sintió tan agobiado por la pena que se apoyó en un árbol, sollozando, apretando la cara contra el tronco. Por su parte, Rama, luego de haber despedido al anciano ministro, se dirigió a las orillas del Ganges con su esposa y su hermano.

"Cuando incluso los animales sienten que es imposible vivir apartados de Rama, ¿qué se puede decir de la angustia que sufren los padres que lo vieron nacer y lo criaron con amor y con toda esperanza, y de los súbditos del reino que lo veneraban con lealtad y amor? ¡Ay! ¿Quién puede medir el dolor que desgarra el corazón de la reina Kausalya?", pensaba Guha. La pena le corroía el alma. Sus ojos se posaron en Rama, Sita y Lakshmana, que caminaban hacia el Ganges; se apresuró a seguirlos y dándose cuenta de que deseaban cruzar el río, llamó a un botero que se encontraba al otro lado. Cuando aquel hombre oyó la voz de su jefe, se apresuró a remar atravesando el río y, en pocos minutos, ya estaba listo ante Rama.

Guha lo llamó aparte y le dijo que limpiara la lancha y la dejara lista para transportar al príncipe de Ayodhya, hijo del emperador Dasarata, su consorte y su hermano, para que pasaran el río en su camino hacia la selva. El botero sabía por la gente, sus hermanos de Nishada, la triste historia del exilio del heredero al trono, de manera que no perdió tiempo en llegar. Sin embargo, tenía una duda que debía ser resuelta: había sabido que Rama puso su pie en una roca y que ésta súbitamente se había convertido en mujer; ¿era éste aquel Rama o era un Rama diferente? Esa fue la pregunta que le hizo a Guha, quien le respondió: "Mi querido botero, ¡qué buena memoria tienes! Me alegro de que recuerdes ese incidente que ocurrió hace tanto tiempo y que me lo hayas vuelto a la memoria". Con gran regocijo se volvió hacia Rama y le dijo: "Rama, escucha, este hombre de mi tribu, este botero, ha atesorado en su mente tu majestad y gloria; ha traído a mi memoria cómo rescataste a Ahalya, la mujer del sabio Gouthama, de la roca en la cual estaba hechizada. Mis súbditos estaban muy alarmados por la terrible maldición que fue lanzada sobre esa señora, así que se pusieron felices cuando supieron que tu divino poder la había liberado. ¡Qué afortunada es mi gente por estar consciente de tu Divinidad!" Guha describió la fe y devoción de su botero con gran alegría.

Entretanto, Rama caminaba hacia el bote. El barquero, parado ante él, tenía las manos juntas y le dijo: "¡Ramachandra! Los años que he vivido tienen ahora razón de ser, ante la buena fortuna que ha llegado a mí. Rama, de quien he oído hablar desde hace ya tanto tiempo, hoy está delante de mí, ¡lo puedo ver! El que yo pueda llevarte a ti, a tu consorte y a tu hermano para cruzar el Ganges, es un premio que seguramente he acumulado a lo largo de muchas vidas anteriores. Permíteme que te pida una bendición: que rocíe mi cabeza con el agua santificada que haya servido para refrescar tus pies, antes de que reme para llevarlos a la otra orilla". Guha no se había dado cuenta de la devoción tan profunda de aquel botero. Se sorprendió con la petición que tan humildemente había hecho a Rama y lo conmovía que el hombre la expresara. Dijo: "Escúchame, hermano, deja que Rama tome asiento en el bote primero; luego podrás lavarle los pies con las aguas del Ganges; no son buenas maneras el querer lavárselos mientras está parado en la orilla". Guha lo reprendió así por su obstinación y simpleza.

Pero el botero no cedía; suplicaba: "Señor, tú posees enorme riqueza y yo soy irremediablemente pobre. Con dificultad reúno lo que puedo para sostener a mi familia, pasando a la gente de una orilla a otra. Veo que mis ganancias son insuficientes aun para la pequeña familia que tengo. ¿Cómo podría ser feliz si perdiera incluso estas ganancias? Por eso te ruego que no me malinterpretes. Permíteme que te lave los pies aun antes de que pases al bote".

Rama captó el sentido de la extraña petición del botero; sonrió y se volvió hacia Sita diciéndole: "¿Notaste el temor de este botero?" Guha no podía entender lo que todo esto significaba y por qué Rama había sonreído. Estaba confundido ante el comportamiento del hombre. Dijo: "¡Anda, botero! No entiendo de qué hablas. ¿Qué relación tiene el mantener a tu familia con tu deber de llevar a Rama al otro lado del río? ¿Estás acaso pidiendo que Rama te pague más por este oficio que has heredado? Si es así, únicamente estás revelando tu ambición. En caso de que tus ganancias no sean suficientes para mantener a tu familia, yo estoy dispuesto a aumentarlas, como jefe de la región. No trates de obtener de Ramachandra lo que te hace falta. Atiende tu negocio y alista el bote". Guha se enojaba ante la persistencia del botero, quien al oír esto explicó que había oído decir a la gente que los pies de Rama tenían un poder peculiar. "Dicen que cuando los pies hicieron contacto con una piedra, ésta se convirtió en mujer. Mi bote fue hecho juntando muchas piezas de madera. Si cada tabla se convierte en una mujer, mi señor me las dejaría todas sin cuidado, puesto que se habrían formado con las maderas que componen mi bote. ¿Cómo podría yo soportar esta carga adicional? Pero si le lavo los pies antes de que pasen al bote, puedo estar libre de temor. Además, si salpico el agua de la ablución sobre mi cabeza, me lavaría también mis pecados. Por eso, permite, por favor, que mi deseo se cumpla".

Guha se perdió en sus pensamientos. Pero Rama llamó al botero para que se acercara y le dijo con una sonrisa que le iluminaba la cara: "Querido hombre, ven, lávame los pies", y colocó sus pies en las manos del botero, cuya alegría no conoció límites. Mantuvo los pies en las palmas de sus manos y los lavó con gran cuidado y amor, sin descuidar los espacios entre los dedos, usando para ello el agua sagrada del río Ganges. Luego roció con esa agua su propia cabeza y todos los rincones del bote, para protegerlos de los poderes maléficos. Estaba inmensamente complacido con el éxito de su plan.

Sostuvo la mano de Rama cuando éste puso su pie en el bote y lo abordó. Rama ayudó a Sita, teniendo su mano firmemente en la suya, e hizo que Lakshmana se sentara a su lado en una de las tablas transversales. Hablaban entre sí de la devoción e inocencia del botero y gozaban del movimiento que hacía el bote sobre las aguas. Conversaban con Guha y el tiempo transcurrió tan rápidamente que ya se encontraban en la otra ribera sin haberse dado cuenta del trayecto. Rama fingió estar avergonzado de no tener ni siquiera una caracola que ofrecer al botero en lugar de los honorarios. Sita sabía por instinto cuáles eran los sentimientos de su señor. Así que sacó un anillo de su dedo y lo puso en la mano de Rama, quien llamó al botero y le dijo: "Ten: éstos son tus honorarios. Tómalo". El botero cayó a los pies de Rama exclamando: "¡Señor! Este día he obtenido el regalo de regalos. Todos mis pecados han sido reducidos a polvo. He quedado liberado de la abominable condena de nacimiento y muerte. Las congojas que tuve que sufrir durante muchas vidas en la Tierra, finalmente han dado fruto, mi Dios me ha bendecido, mis ancestros y mi progenie han sido liberados del pecado con esta bendición. ¡Señor, para mí es bastante si recibo y merezco tus bendiciones! Y cuando vuelvas, oh señor, ven por este camino y dame la oportunidad de servirte. Eso sería para mí lo más apreciado en mi vida", y se tiró cuan largo era ante Rama, con el rostro bañado en lágrimas.

Rama y Lakshmana consolaron al botero y trataron de suavizar su éxtasis. Intentaron convencerlo de que recibiera el regalo, pero él protestó diciendo: "Si acepto honorarios por pasarte a ti por este pequeño río, dime cuánto recibes por pasar generaciones de mi linaje y millones de mis congéneres a través del vasto y terrible océano de nacimientos y muertes, el cual arrastra a todos los seres en la corriente de los cambios. Yo estoy sumergido en la bienaventuranza desde que recibí esta oportunidad; por favor, no me comprometas más forzándome a aceptar un pago por esta feliz oportunidad que ha cruzado mi camino". Estas palabras conmovieron el corazón de Rama, quien sintió que no sería bueno presionarlo más y lo bendijo y le dio permiso para irse.

Rama y Lakshmana colocaron sus arcos y flechas en telas extendidas a la orilla y entraron en el Ganges para bañarse. Cuando salieron, Sita también entró en el agua del sagrado río y, después del baño, ofreció sus oraciones a Ganga y juró que regresaría después de haber pasado catorce felices años con su señor, rociando su cabeza con el agua sagrada en agradecimiento por la conclusión del exilio.

Más tarde, Rama llamó a Guha y le dijo: "Querido amigo, he aprovechado para mi propio uso demasiado de tu tiempo. Ahora debes volver a tu ciudad". Cuando esta orden llegó al oído de Guha, la expresión de su cara se descompuso y las lágrimas fluyeron en abundancia sobre sus mejillas. Con las palmas juntas, rogó: "Rama, por favor escucha mis palabras. Yo estaré contigo por algún tiempo; conozco todas las veredas de la jungla y puedo darte información útil. Estoy deseoso de servirte, te ruego que no me niegues esto". Rama se puso feliz de ver el amor y la devoción de Guha y aceptó su compañía. Caminando alguna distancia, se detuvieron unos momentos al caer la noche para descansar bajo un frondoso árbol. Guha y Lakshmana se apresuraron a barrer el lugar dejándolo limpio para el descanso de Rama y Sita. Los frutos de aquel árbol se veían muy dispuestos a caer y servir a los divinos visitantes: estaban rojos de excitación y alegría. Guha y Lakshmana juntaron los frutos y los colocaron sobre anchas hojas ante Sita y Rama, pero Ramachandra preguntó a su hermano: "Lakshmana, ¿podemos comer estos frutos sin antes efectuar los ritos de la tarde?" Así pues, se encaminaron a Prayag, la confluencia de los ríos sagrados, que se hallaba cerca de allí, y gozaron de la divina vista antes de tomar su baño. Y cuando regresaban del río, Rama describió las glorias del lugar; dijo que el poder de las aguas en la confluencia de los tres ríos sagrados era tan grande, que limpiaría a un ser de todos los pecados que mancharan su mente.