.



 

Libros escritos por Sai Baba

24. La maldición sobre Parikshit

LA MALDICION SOBRE PARIKSHIT

Parikshit escuchaba todas las narraciones del santo Vyasa con profunda devoción y una firme fe en los Pandavas. Estaba colmado por la felicidad al oír acerca de la gracia incondicional que el Señor Krishna había derramado sobre ellos. El rey estaba tan absorto en su regocijo que no se daba cuenta si era de día o de noche. Repentinamente fue despertado por los dulces gorjeos de los pájaros y los fuertes cantos de los gallos. Escuchó también los cánticos que sus ciudadanos entonaban al amanecer para dar la bienvenida a los dioses y las campanas que sonaban en los templos que circundaban el palacio.

Vyasa también se percató de que esto indicaba el comienzo de un nuevo día y dijo: "Debo irme ahora, hijo". Tomó la jarra de agua que siempre llevaba consigo cuando viajaba, se puso de pie y bendijo al rey, quien se arrojó a sus pies con gran pena. "¡Qué tristeza que la aurora haya llegado tan rápidamente", y se quejaba así: "Aún tengo mucho que comprender de la grandeza y gloria de mis abuelos. Todavía tengo mucho que sondear para ver la profundidad de su devoción y su sentido del deber".

El rey le daba vueltas en su mente a los singulares incidentes que había oído y saboreado. Estaba tan lleno de euforia que no podía concentrarse en los asuntos del reino. De hecho evitaba inmiscuirse en ellos y buscaba estar solo. Debido a esto decidió ir de cacería a la selva como una alternativa. Dio instrucciones para hacer los preparativos para la expedición a la jungla.

En poco tiempo, uno de los sirvientes llegó hasta su puerta para decirle que todo estaba listo y que los cazadores y las demás personas se habían reunido con todas sus armas. Un poco desanimado, el rey caminó lentamente hacia el carruaje y subió en él. Con todo el equipo, sus ayudantes emprendieron la marcha, unos adelante del carruaje real y otros detrás de él como era la costumbre. El rey sintió, por alguna razón, que no era necesario que lo acompañara tanta gente, por lo cual le pidió a algunos que regresaran. Después de algún tiempo lograron avistar algunas manadas que rondaban por ahí; a la vista de esto el rey se sintió más animado, descendió de su carruaje y con su arco listo persiguió a los animales seguido por algunos de sus hombres. La manada, al espantarse, se desperdigó y los cazadores los persiguieron frenéticamente. El rey había puesto su atención en un grupo de animales que huían y corrió detrás de ellos sin percatarse de que se había quedado solo, al separarse de sus ayudantes que se habían ido por diferentes caminos.

Había caminado una gran distancia y no pudo capturar ningún animal. Una terrible sed empezó a torturarlo. Estaba extremadamente agotado y buscaba agua en forma desesperada. Afortunadamente descubrí¿> una ermita, una choza con techo de paja. ¡Con gran expectación se apresuró a llegar a ella, pero no se veía a nadie! El lugar parecía vacío; gritó, sumamente desesperado, tanto como pudo. Con su temblorosa garganta gritaba con voz suplicante: "Agua, agua". No hubo respuesta en la cabaña. Cuando entró a ella encontró dentro a un asceta absorto en su meditación. Se acercó a él y le dijo patéticamente: "Señor, señor", pero él se encontraba tan perdido en las profundidades de la meditación que no emitía respuesta alguna.

Repentinamente el rey se sintió avasallado por el resentimiento y un furioso brote de ira. A pesar de que había llegado a la cabaña y visto al ermitaño, aún no había podido saciar su sed y su hambre. Esto hirió su orgullo, pues él era el rey de esos dominios y el ermitaño había osado interiorizarse tanto dentro de él a pesar de que el rey había llegado ante él y lo llamaba. Se cegó a las reglas de la cortesía y apenas pudo controlar su furia. Su pie tropezó con algo parecido a una cuerda en el suelo; descubrió que se trataba de una serpiente muerta. En ese instante surgió en su mente una mala idea, y con un poco de los designios del destino, la puso alrededor del cuello del ermitaño, quien permaneció sentado como estatua, ajeno al disgusto del rey. Después abandonó la cabaña y se alejó rápidamente en busca de otro lugar en donde saciar su sed y tomar algún alimento.

Algunos niños lo vieron salir de la cabaña y entraron al lugar para ver por qué se había ido y qué había sucedido, pues lo habían visto como un extraño suntuosamente vestido. Descubrieron que había una serpiente alrededor del cuello del asceta Sameka. Se acercaron un poco más y al examinarla se dieron cuenta de que estaba muerta. Se preguntaron entonces quién podía haber hecho esta atrocidad y concluyeron que debería ser obra del hombre que hacía poco había abandonado la ermita. Corrieron a informarle esto al hijo de Sameka, quien estaba entretenido en el juego con sus amigos. Al principio no prestó oídos a estas historias, pues pensó que nadie podía insultar a su padre de esa manera y se concentró en su juego. Sin embargo, los niños repitieron su historia e insistieron en que él mismo verificara su veracidad, viendo el triste estado de su padre con sus propios ojos.

Sringi, sorprendido por esta insistencia, empezó a temer que el incidente hubiese sucedido realmente. Corrió hasta la cabaña y encontró que había sucedido algo inconcebible. Trató de encontrar al culpable de tal infamia en contra de su amado padre. Entonces se enteró de que una persona con vestidos reales había entrado y salido y que no había nadie más en los alrededores desde esa mañana; los niños llegaron a la conclusión de que debía ser obra suya. Inmediatamente corrió en la dirección que le indicaron para tratar de alcanzarlo. Después de un largo tiempo, vio a la persona con vestimentas reales y su ira no tuvo límites. Caminando lentamente detrás del rey, lanzó un puñado de agua hacia él y pronunció la maldición: "Que aquel que puso la serpiente muerta alrededor del cuello de mi padre sea mordido por una serpiente dentro de siete días y muera ese mismo día a causa del veneno". Los niños que estaban junto a él le suplicaron que no lo hiciera pero a pesar de ello invocó la maldición sobre el rey. Después de esto, regresó a la ermita y se sentó en el suelo con la cabeza encendida por la ira.

"¡Qué horrible que mi padre haya sufrido esta ignominia estando yo vivo y cerca de él! Sería mejor que yo estuviera muerto. ¿Para qué sirve un hijo vivo si no puede impedir que alguien insulte a su padre?" Se condenaba a sí mismo y se lamentaba de su mala suerte en forma conmovedora. Sus amigos se sentaron a su alrededor y trataron de calmarlo; hablaron duramente del malhechor tratando de consolar al afligido muchacho.

En esos momentos, el asceta Sameka salió de su Bienaventuranza interior y entró al reino de la conciencia material. Abríó sus ojos, desenrolló la serpiente de su cuello y la colocó a su lado. Vio a su hijo llorando en un rincón y le pidió que se acercara. Le preguntó la causa de su aflicción y se enteró entonces de la historia del desconocido y la serpiente muerta. Sameka sonrió y comentó: "Pobre tipo, él lo hizo por ignorancia y tú revelas tu ignorancia al llorar por esto. Yo no soy susceptible al honor o la deshonra. Experimentar el Alma le permite al hombre permanecer en un estado de equilibrio, sin inflarse por las alabanzas ni deprimirse por las difamaciones. Algún campesino me jugó esta tonta travesura y como ustedes son todavía niños están exagerando diciendo que es un gran crimen; están convirtiendo una colina de hormigas en una montaña de sufrimientos. Levántense y váyanse a jugar al campo". Hizo que su hijo se sentara en sus piernas y le palmeó suavemente la cabeza para calmar un poco su abatimiento.

Sin embargo, Sringi le dijo a su padre: "Esto no es una travesura jugada por un campesino, esto es un terrible sacrilegio cometido por un tipo vestido como un rey y envenenado por el ego". En ese instante Sameka preguntó: "¿Qué dices, una persona con traje de rey? ¿Lo viste tú? ¿Cometió el rey esta tonta felonía? Esta tontería no podría caber nunca en la cabeza de un rey". Los compañeros de Sringi se unieron para ratificar que ellos también vieron a la persona responsable de ese sacrilegio. "Maestro, nosotros vimos la serpiente muerta y corrimos a donde estaba Sringi y lo trajimos aquí. Sringi se puso tan furioso que tomó agua del río Kouwiki en su mano y la lanzó a esa persona que caminaba rápidamente, pronunciando al mismo tiempo la maldición: "Que la persona que colocó la serpiente muerta, muera mordido por una serpiente dentro de siete días a partir de ahora".

Sameka se quedó pasmado por la noticia; estaba sorprendido por el comportamiento de su hijo y lo quitó de sus piernas empujándolo al suelo. "¿Qué? ¿Lanzaste una maldición de esa índole? ¡Qué calamidad! Que el hijo de un asceta se haya comportado así. ¡Qué maldición tan terrible para una ofensa tan trivial! Tu falta nunca podrá ser enmendada, eres la desgracia de tus compañeros, pues no pudiste soportar con fortaleza una tonta travesura tan insignificante. Me da vergüenza decir que un niño así es mi hijo. No tienes la fortaleza mental para afrontar esos pequeños percances. ¡Qué tristeza, qué desgracia que tu niñería pueda hundir a todos los sabios y ascetas en la mala fama; la gente dirá que ellos no tienen ni la más elemental paciencia y fortaleza. No quiero ver tu cara, verla es un sacrilegio. Castigar a la gente por sus faltas es la labor del rey, no la de un recluso en el bosque. El recluso que pronuncia maldiciones no es un renunciante íntegro.

Movido por el anhelo de obtener la visión y la presencia del guía y guardián de todos los mundos, el ermitaño ha renunciado a todos los deseos y se ha establecido en la selva, donde vive de frutas y raíces. Considera cualquier acto de alimentar los sentidos como un detrimento para el progreso espiritual. Esas horribles maldiciones nacidas de la impaciencia y el egoísmo que vienen a la lengua de un recluso son una señal de la acechanza de la ruina; indican el surgimiento de la edad de hierro, de la falsedad". Así se expresaba Sameka.

"¡Qué desgracia! Qué gran pecado has agregado a tu carga el día de hoy". Describía a su hijo y a sus amigos lo abominable del acto cometido por Sringi, haciendo gran énfasis.